Encogido en un rincón de su chiribitil, dándose calor con un socorrido autoabrazo, estufita eléctrica al mínimo, que hay que ver cómo sufren las pobres empresas energéticas, obligadas por este gobierno vil a subirnos las tarifas para que sus dirigentes no se mueran de hambre, nuestro amigo se reconoce medroso, aplastado por el pánico, con más miedo que Carracuca, horrorizado por este presente tenebroso y un futuro que entrevé aún más doloroso. Nada es de extrañar, pues, que se encuentre reacio a asomarse a la calle, dudoso de que sus febles fuerzas, tan añoso como es, resistan los embates de la aterradora realidad.
José K. lo tiene claro. Ya gobiernan, desde hoy mismo, “el rey león, el personaje más rico del mundo, el presidente Elon Musk, y su vicepresidente, el gorila multimillonario Donald Trump”, palabras de John Carlin, y de la unión de ambos seres mitológicos, apuntalados por sus cuadrillas de ávidos multimillonarios, puede esperarse cualquier cosa. Cierto, en 2024, el leviatán de tupé naranja obtuvo 77.268.289 votos, por 65.853.514 en 2016. ¿Tantos seres humanos pueden equivocarse? Ni lo duden. La humanidad es variopinta y acoge, cariñosamente, a millones de adoquines, bolonios, cacasenos y mamacallos. Incluso con gorra de MAGA o precisamente por calzar semejante adminículo. Como será la variedad entre los bípedos que hay, incluso, a quien le gusta Pitingo, nos recuerda nuestro amigo.
Decíamos del dúo tragicómico que mañana se les ocurre tal que comprar las Alpujarras, porque sí, porque así les pete, y se las llevan envueltas. Y quien dice aquel bello enclave granadino puede extenderlo a la puerta de Alcalá, mírala, mírala, o a la Sagrada Familia, que algún siglo de estos se terminará.
Terror, espanto, angustia. Los bárbaros pueden con todo, arrasan calles, ciudades, continentes. La Antártida, claro, o el canal de Panamá. Con todo, su especialidad son las conciencias, nos advierte sesudo José K. Somos los más poderosos, los más ricos, los más despiadados. ¿Quién se nos opone? ¿Hay alguien ahí que intente frenar nuestra flagrante superioridad, pequeños seres que nos miráis desde vuestra miserable condición de ínfimas motas de polvo que apenas si ensucian nuestras montañas de oro, incienso y mirra? ¿Dice usted algo? Silencio, amigo, que ahí le lleno la boca de miles y miles de dólares. Y se callan, vaya que si se callan. Y si no, les volamos la cabeza. Por testarudos.
Estremecimientos múltiples porque es tiempo de salvajes, dice enrabietado José K.. Mejoren ustedes la calificación, si se les ocurre, para nombrar a Benjamin Netanyahu, a sus aguerridos generales, tan pulcros, a sus feroces ministros ultrarreligiosos -¿cuánto dios cabe en el cerebro de una fiera?- y sus valientes soldados. Aquello no es una guerra. Es una matanza enloquecida que ya contabiliza cerca de 50.000 palestinos muertos, por 2.000 israelís, el balance es espeluznante, bombas y fusiles contra una población desarmada, un tercio de ellos niños, por qué frenarnos ante su corta edad, que si les dejamos crecer mañana intentarán reclamar derechos y tierras, nuestras posesiones por derecho divino, parias que son pero que se creen seres humanos con los mismos derechos que nosotros, el pueblo elegido. Al menos, y ahí lo ve todo el mundo meridianamente claro, sin margen de error, el elegido por los más ricos del planeta, el mundo a sus pies, masacren lo que consideren oportuno y, si les faltan armas mortíferas, aquí mismo, desde Washington o cualquier otro lugar del planeta dicen que civilizado les suministraremos, gozosamente, los martillos que necesiten para destrozar las cabezas de los bebés palestinos. Consolémonos con ese alto el fuego que la paz, propiamente dicha, nunca llegará mientras permanezca viva la impunidad cósmica hacia Israel. ¿Salvajes también los milicianos de Hamás que azuzaron a la bestia y prendieron el tarro de los horrores con aquel ataque del 23 de octubre de 2023? Pues claro, que nuestro hombre desprecia por igual a los fanáticos de uno y otro bando. A los de Tel Aviv, digan lo que digan en el Pentágono o en el Elíseo, también. ¿Se entiende la cosa?
Se ha ido muy lejos José K., lo reconoce, pero entretenido con estas pesadillas ha logrado salir hasta la acera de su sucia calle, el riego es para otros barrios, decidido a disfrutar por un ratito de este sol que todavía, qué aberración, es gratis, Hay que ir con cuidado, se dice a sí mismo, más enrabietado a cada paso de su modesta caminata, rodeo a la manzana y vuelta al tabuco. Evitemos, por ejemplo, pisar los barrios donde pululan los excelentísimos señores jueces, seres armados con toga, puñetas y un farolillo para ir buscando rojos a los que empitonar. ¿Por qué delitos? ¿De qué actos abominables se les acusa? Ustedes no se preocupen por esa minucia que nuestra imaginación, desbordante y ensortijada como la de Stephen King ya encontrará el pecado. ¡Hidalgo, Peinado, Aguirre, Marchena, Llarena, García Castellón, clama José K., cuánto honor en vuestros faldones, cuánta lucha en vuestros bizarros corazones para el triunfo de la justicia, de la verdad, de la honestidad y, sobre todo, ay, de la derecha, esa nube angelical de la gente de bien! Eso sí, con la anuencia o el silencio repugnante -sí, repugnante- de la carrera judicial y fiscal, grandes adalides de altísimos conceptos, pero que no mueven un músculo cuando las miserias judiciales se arrastran por el fango de la desvergüenza. Nuestro hombre, por ejemplo, recuerda que existe un Consejo del Poder Judicial. ¿Les suena?, pregunta de manera retórica. ¡Qué ardua su labor, venga reuniones y más reuniones para no hacer nada y que a sus pies las serpientes repten a su antojo, no vengan a complicarnos la vida con sus cuitas!
El miedo, ya lo saben, es libre. Pero el hipocondriaco tiene más razones para sus temores cuando padece, qué pena, gravísimas enfermedades. Por eso nos señala José K., ya se le ha marcado la vena en la sien, que hay que evitar también pasear por la Puerta del Sol madrileña, que por sus alrededores y ambigús se pasea Miguel Ángel Rodríguez, MAR en los carteles de lucha libre, siempre dispuesto a defender, lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco -que no su dueño- y galgo corredor, el honor de su ama, a sus pies, señora condesa, y de su apuesto enamorado, ese honestísimo señor que se inventaba empresas fantasmas y defraudaba a Hacienda como usted y como yo nos tomamos un cortadito en el bar de la esquina. Así que para defender al citado prohombre y llenar de humo apestoso el lugar del crimen, a usted, que tontamente pasaba por allí, le hace una llave mortal, y chulesco como es, le pisotea y además le insulta. “No voy a hacerte daño, sólo voy a aplastarte los sesos”, susurraba Jack Nicholson a Shelley Duvall en El Resplandor. Pero ojo, se anima solo José K., creen el farsante y sus secuaces, amparados por sus amiguitos del alma, magistrados y plumillas, que se van a ir de rositas. No lo conseguirán. El defraudador es el amado galán, el mentiroso su vocero, y en el centro de la trama, la dolorida señorita que malvive en el ático. Dicho queda.
En esas estábamos cuando apareció por la esquina el Catavenenos, viejo amigo de José K., con esa cara verde que le caracteriza, debido a las muchas ponzoñas que ingiere, fruto de su abnegada vocación. Suele tener al día a nuestro hombre de las hazañas de la otra pata de la desvergüenza, los medios de la derechona, y hoy le enseña un recorte del Abc, donde uno de sus comentaristas más procaces, Juan Manuel de Prada, se llama, echa pestes de los actos por la muerte de Franco y añora para sus lectores lo bien que vivían los españoles bajo la égida del caudillo sangriento. No se reconcoma usted, amigo Catavenenos, le dice José K., que hay cosas, como el amargor de la alcachofa, que no tienen solución. Creen los vascos de Vocento que son ellos los dueños, pero en realidad en aquellas aguas tenebrosas sigue mandando el ectoplasma de los Luca de Tena, imposible de erradicar. Es el mismo espectro que contrató el avión para que Franco iniciara la rebelión contra la República legal, el mismo que acató, cerviz humillada, las órdenes de Fraga para tapar, con la indignidad de tergiversar con grandes alardes tipográficos, una carta del joven Enrique Ruano a su siquiatra para justificar el vil asesinato de unos policías salvajes -otra vez el mismo término- en los estertores del franquismo, ese régimen tan querido por el Abc de entonces, el Abc de hoy y, nunca lo duden, el Abc el futuro, si es que el infierno fuera infinito. Negros fantasmas siempre moviéndose en un chapapote de dimensiones colosales y extensísimo en el tiempo.
“Cuanto más apestoso es el cagarro, más difícil es limpiárselo de la suela del zapato”. Frase de Pat, la secretaria de la agencia de detectives de Cormoran Strike. Un corazón tan negro, de Robert Galbraith.
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