La crisis inmobiliaria expulsa a Amelie, la niña con discapacidad que aprendió a hablar en la escuela pública española

Las gafas de Amelie le dan un aire de azafata del Un, dos, tres en miniatura. Su cara es un par de ojos grandes, y de un color gris azulado, tras unos cristales redondos, con montura roja. Caen espirales por la frente de la niña. Su madre enseña la foto que tiene de fondo de pantalla en el móvil y, al escuchar su relato, es fácil imaginarse esa cascada de rizos en movimiento. Ahora Amelie se despierta muda, pero hasta hace unos días, después de desayunar, esa melena ensortijada se agitaba entre gritos. No era un acto de rebeldía, sino una forma de expresar felicidad. Amelie gritaba, y reía, mientras sus brazos pasaban bajo las asas de una mochila. La niña sabía que la llevaban al colegio donde le estaban enseñando a pronunciar sus primeras palabras poco antes de cumplir los siete años. Las velas las sopló en diciembre. Tres meses después, su nombre ya no aparece en la lista de matriculados de una escuela donde las maestras de educación especial que han trabajado con ella se irán convirtiendo en un recuerdo. La avaricia inmobiliaria ha expulsado de Eivissa a esta niña, que padece el síndrome de Keppen-Lubinsky.
Es el caso entre un millón. Poco se sabe del síndrome que le diagnosticaron a Amelie después de nacer porque muy pocas personas comparten diagnóstico con ella. La Federación Española de Enfermedades Raras ni siquiera incluye una descripción en la ficha que le dedica a este síndrome extrañísimo en su página web, y remite a la que ofrece el portal Orphanet: “Es un síndrome de lipodistrofia primaria, genético y poco frecuente, caracterizado por un grave retraso del desarrollo y discapacidad intelectual, hipertonía, hiperreflexia, microcefalia, piel firmemente adherida, apariencia envejecida, grave lipodistrofia generalizada y dismorfia facial distintiva que incluye ojos grandes y prominentes, puente nasal estrecho, bermellón del labio superior en carpa, boca abierta y paladar ojival”. Lo externo, que define a Amelie como a cualquier otro ser humano, y lo interno, que como han visto en su familia, puede evolucionar si cuenta con la ayuda necesaria. Así lo explica la madre de la niña:
–Amelie llegó a Ibiza sin ser capaz de comer sola, o de ponerse las zapatillas, no hablaba… y en el transcurso de un año y medio, hoy camina, comprende muy bien (tanto el castellano como el catalán), y dice alguna palabra, a su manera, un poco en italiano, un poco en castellano, un poco en catalán. Es una niña feliz. En Italia se ponía a llorar por las mañanas cuando llegaba el momento de ir a la escuela. Ese avance lo vamos a perder porque no podemos quedarnos en la isla. He rechazado siete ofertas de trabajo, y me siguen escribiendo para preguntarme si voy a estar en la isla esta temporada, pero no podemos quedarnos. Es imposible encontrar un alquiler que se pueda pagar.
Alessia Savoia, cuarenta y cuatro años, italiana, del Véneto: antes de mudarse a Eivisa vivía en un pueblecito a siete quilómetros del centro de Verona. En la isla había veraneado durante muchos años (“más de veinte”) y siempre había fantaseado “con morir allí”. Pero el traslado no lo provocó el estrés que define el modelo de sociedad –o eso dice el estereotipo– del norte italiano, industrializado y rico. Fue Amelie, un bebé durante el confinamiento (en una de las regiones europeas más castigadas por la pandemia) que no dejaba de serlo por culpa del síndrome con el que nació. “Su padre biológico (estamos separados) vivía en la isla y se enteró de que a nivel educativo, en la pública, había muchas más opciones para que la niña se desarrollara. Por eso vinimos y los resultados se han visto”, cuenta Alessia.

Las dos caras de la isla
El camino, sin embargo, no sería de rosas. Al poco de llegar, la madre de Amelie empezó a ser consciente de que estaba en medio de una paradoja. La moneda ibicenca tenía dos caras.
La cara buena: el servicio de fisioterapia, los ejercicios de psicomotricidad, las sesiones de logopedia, o los ratos jugando con perros o bajo el agua de la piscina que Amelie disfruta en su escuela le habrían costado más de 15.000 euros al año en Italia. En España, gracias a las becas, sólo 80 euros. “Allí, este tipo de atención a la discapacidad sólo la ofrecen colegios privados, muy exclusivos. En la escuela pública a la que iba mi hija, los alumnos discapacitados estaban solos en un aula o caminando por los pasillos. No había una atención específica”.
En España, la familia paga solo 80 euros por la escuela de Amelie. En Italia le costaría 15.000 euros en un colegio privado. En uno público en el país vecino estaría 'sola en un aula o caminando por los pasillos
La cara mala: los ingresos se evaporan pagando, mes a mes, un techo. Algo que también se sufre en las ciudades turísticas de un país tan consagrado al turismo como Italia. Por Verona, sin ir más lejos, pasan más de dos millones de visitantes cada año para ver el balcón que enfrentó a capuletos y montescos. Pero allí hay una periferia a la que huir y, en Eivissa, Alessia ha comprobado que, como a Romeo y a Julieta, el idilio de quien se enamora de Eivissa y aspira a sobrevivir con su sueldo en la isla suele acabar en tragedia. “Encontrar un alquiler es imposible, imposible. El Telegram está lleno de subarriendos… ¡que son ilegales! Publican anuncios de habitaciones a mil euros… donde, si quieres alquilar, no puedes tener ni hijos ni mascotas ni recibir visitas. Si la nómina media es de 1.870 euros, ¿cómo vas a pagar los 1.700 que están pidiendo por casas de cuarenta o cincuenta metros cuadrados?”
Si quieres alquilar, no puedes tener ni hijos ni mascotas ni recibir visitas. Si la nómina media es de 1.870 euros, ¿cómo vas a pagar los 1.700 que están pidiendo por casas de cuarenta o cincuenta metros cuadrados en Eivissa?
Alessia y Amelie han tenido dos domicilios durante los últimos dieciocho meses, compartidos “con el compañero” de la madre. El primero era una casita cerca de Sant Josep de sa Talaia. Pagaban 1.700 euros al mes por un alquiler de once meses. En agosto, los dueños, madrileños, venían de vacaciones. Aceptaron y, en plena temporada, la pareja se mudó a una habitación compartida. Amelie no tenía clases y su madre aprovechó para enviarla con la familia, en el Véneto. Luego volvió para empezar su segundo curso en el Guillem de Montgrí, un colegio que lleva el nombre del arzobispo catalán que conquistó las Pitiüses en nombre de Jaume I, allá por el siglo XIII.
En octubre apareció una oportunidad inmobiliaria y los tres se tiraron de cabeza: un apartamento con vistas al mar, justo encima del restaurante donde Alessia y su pareja trabajaban. El alquiler era variable, pero, de media, no pagaban una renta mensual superior a 850 euros: quedaba margen para disponer de “una babysitter” que cuidara de Amelie durante unas jornadas laborales que iban, casi sin descanso, desde primera hora de la mañana hasta la medianoche. A día de hoy, por ese precio, apenas se encuentra una habitación en una vivienda a compartir en la isla.
La oferta tenía truco. Según Alessia, los dueños no les advirtieron de que el apartamento estaba en venta. Se lo comunicaron justo después de Navidad. Tenían un mes para encontrar morada. No ha sido posible. Cuando le llega una oferta de trabajo a Alessia le preguntan si tiene casa. Ella responde tecleando: “¿Podéis ofrecerme vosotros una?”.

Fuga de alumnos
La discapacidad que condicionará cada día de la vida de Amelie es rarísima; su marcha, a mitad de curso, empieza a ser cada vez más habitual en Eivissa. Es una realidad latente, que comprueban los equipos directivos de muchos centros cada vez con más frecuencia. Basta acercar la lupa a Sant Antoni, el municipio en el que estudiaba Amelie. En uno de los dos institutos públicos, el Quartó de Portmany, al menos diez alumnas se han mudado a la península entre el último trimestre del pasado curso y el primero del presente. La razón siempre es la falta de vivienda. Hace unas semanas, la carroza de la asociación de familias de uno de los seis centros de Primaria que gestiona el Govern en Sant Antoni estaba dedicada al “Monopoly del alquiler”. Era su manera de denunciar que veintitrés alumnos se habían dado de baja antes de final de año porque sus padres se resignaban a abandonar una isla donde no pueden pagar un alquiler o una hipoteca. Muchos de esos niños son ibicencos de nacimiento.
En uno de los dos institutos públicos, el Quartó de Portmany, al menos diez alumnas se han mudado a la península entre el último trimestre del pasado curso y el primero del presente. La razón siempre es la falta de vivienda
La Conselleria d'Educació del Govern no tiene cifras de esta fuga de alumnado. Según su departamento de prensa, cuando un alumno se va “no se preguntan los motivos”. Aunque la petición de elDiario.es fue genérica, la respuesta aludió a Amelie: “En el caso de la familia italiana con una hija NESE [necesidades específicas de soporte educativo], se han marchado por razones ajenas a la educación”. Y el mensaje continuaba: “Las cuestiones de vivienda, económicas o personales de cualquier familia no son competencia” del departamento que dirige el filólogo y docente (con plaza de funcionario) Antoni Vera Alemany, conseller nombrado por la presidenta Marga Prohens para pacificar un sector que tradicionalmente ha sido hostil con los gobiernos autonómicos del Partido Popular. Varios directores, jefes de estudios y secretarios de centros ibicencos de Primaria y Secunduria, consultados para este reportaje, matizan el punto de vista de la Conselleria: “No hace falta que les preguntes: cuando viene el padre o la madre del alumno a tramitar la baja te cuentan que se van de la isla porque no pueden pagar el alquiler”.
Núria, maestra: “Te sientes frustrada”
Núria Prieto Tur todavía está preguntándose qué andará haciendo Amelie y ya sabe que, de cara al próximo curso, perderá de vista a otro alumno. Un niño de cinco años (y parálisis cerebral) que, probablemente, también tendrá que emigrar. Vive con sus padres en una casa de la que saldrán en junio porque el alquiler termina para poner en venta la propiedad.
“Cuando ocurre algo así, y sabes que la familia no va a encontrar una alternativa, te sientes muy frustrada”, explica esta maestra de educación especial, responsable de una de las aulas adaptadas para alumnos con discapacidad que existen en Eivissa, “porque todo el trabajo que has hecho se deshace en cuestión de semanas”. “Con Amelie ha habido que hacer muchas gestiones, para empezar, burocráticas. No fue fácil trasladar su certificado de discapacidad desde Italia a España, algo fundamental para que su familia recibiera las becas del Ministerio de Educación, que les aseguran servicios casi gratuitos”, comenta a elDiario.es.
La primera vez que Alessia narró la historia de su hija a un medio de comunicación –una cámara de IB3 Televisió–, Núria acudió a despedirse de Amelie. Un tiempo compartido irá quedando atrás para las dos. Las canciones que cantaban, los juegos que practicaban, los ratos que compartían en las clases de Infantil con el resto de los más pequeños de la escuela, las conversaciones que mantenían a través de una tableta digital donde la niña del pelo rizado y las gafas rojas preguntaba y respondía a la maestra pulsando unos pictogramas (hambre, sed, baño, sí, no, risa, enfado). Quizás, en el peor de los casos, regresen unas marcas de dientes al dorso de las manos de Amelie. “Al principio”, dice su ex maestra, “se mordía la mano porque no la entendíamos”. “Poco a poco, aprendimos a comunicarnos y dejó de hacerlo. Los procesos educativos, en niños que padecen un síndrome tan raro (yo nunca me había encontrado con un caso de Keppen-Lubinsky), son muy lentos, pero merece la pena dedicarles recursos. Amelie es el ejemplo de que puede producirse un progreso”, comenta.

“No quiero que mi hija crezca en un entorno así. Deshonesto”
–Alessia, ¿pensásteis en quedaros en la casa? Teníais un contrato firmado.
–Podría haber intentado quedarme. Viviendo allí con una niña (además, con una discapacidad reconocida) no pueden echarme fácilmente. Mi abogado me lo explicó, y lo pensé, pero mis padres no me enseñaron a hacer eso. Mis códigos son otros.
–¿Y te arrepientes?
–Un poco sí, pero en el fondo no. El corazón dice una cosa. A veces, merece la pena actuar con la cabeza, aunque cueste mucho. En esta jungla soy el animal más pequeño, la presa a la que devoran rápidamente. No quiero que mi hija crezca en un entorno así. Deshonesto.
–¿Ibiza no es la misma isla que conociste como turista hace veinte años?
–No. Quieren una isla para ricos, pero sin servicios para ricos: si en verano necesitas una ambulancia, ¿qué haces? Las drogas y la fiesta, esa imagen que se vende, era una apariencia. La isla no era así. En Dubai no había nada antes, pero aquí había pueblos, una sociedad.
–Si en España crees que la vida de una niña con discapacidad como Amelie es mejor que en Italia, ¿por qué no os quedáis en la península?
–Tengo familia en Valencia y eso me ha ayudado a volver a Ibiza, después de dejar a mi hija en Italia, para recoger las maletas que no me pude llevar cuando nos fuimos. Todo lo que ha ocurrido me ha afectado mucho y ahora tengo pocas fuerzas para empezar de cero. Por eso, prefiero hacerlo en un puerto seguro. Es un pobre consuelo porque Verona, aunque sea de allí, non mi appartiene, no me pertenece. Pensaba que Ibiza sí, siempre fantaseé con morir aquí, pero el otro día en el avión, mirando por la ventanilla al despegar me despedí de la isla con estas palabras: “Te están arruinando, y no te lo mereces. Lo siento mucho”.
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