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Inviolabilidad y Estado de Derecho

Imagen de archivo de la sede del Tribunal Constitucional
8 de febrero de 2025 22:33 h

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La inviolabilidad y el Estado de Derecho son términos casi completamente antagónicos.

La inviolabilidad supone que el ordenamiento jurídico del Estado contempla la posibilidad de que un ejercicio desviado del poder por un órgano constitucional no conlleve responsabilidad. Contempla la posibilidad del ejercicio del poder sin responsabilidad. Justamente para evitar esta posibilidad es para lo que se inventó el Estado de Derecho, que no es algo natural, sino algo artificial, resultado “de la técnica del hombre”, como hubiera dicho Hobbes. (Hombre debería ser sustituido por ser humano).

El ordenamiento jurídico del Estado de Derecho debería excluir la inviolabilidad. Y la excluye casi por completo, pero no puede excluirla por completo, porque la democracia como forma política no puede operar de manera estable e indefinida en el tiempo sin determinados momentos de “inviolabilidad” de los portadores de algunos órganos constitucionales.

Así lo entendió el constituyente español que incluyó cuatro momentos de inviolabilidad en la arquitectura del Estado social y democrático de Derecho.

Los cuatro son importantes, pero cada uno lo es a su manera, porque cada uno responde a una exigencia democrática de naturaleza distinta.

El primer momento de inviolabilidad es el de los Magistrados del Tribunal Constitucional en el ejercicio de la función jurisdiccional que les es propia, que no es la de la jurisdicción ordinaria de dar a cada uno lo suyo, sino la de garantizar la “integridad” de la Constitución y la “primacía” de la Constitución en su integridad sobre todas las demás normas que existen en el ordenamiento jurídico.  

Se trata de una inviolabilidad “absoluta”, que no admite excepción de ningún tipo. Y no la admite, porque la “justicia constitucional” es un correlato de la “reforma de la Constitución”. Es así no solamente en los procedimientos de declaración de constitucionalidad o inconstitucionalidad de la ley o de los actos con fuerza de ley, recurso de inconstitucionalidad o cuestión de inconstitucionalidad, sino en todos los procedimientos previstos en la Constitución y en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional: recurso de amparo, conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas, conflictos entre órganos constitucionales del Estado, conflictos en defensa de la autonomía local, declaración de constitucionalidad de los Tratados Internacionales, recurso previo de inconstitucionalidad contra Proyectos de Estatutos de Autonomía o contra Propuestas de Reforma de los mismos, impugnaciones previstas en el número 2 del artículo 161 de la Constitución, verificación de los nombramientos de los Magistrados del Tribunal constitucional, para juzgar si los mismos reúnen los requisitos requeridos por la Constitución y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

En todas las sentencias del Tribunal Constitucional lo que los Magistrados que integran el órgano deciden es si el acto jurídico que se somete a su consideración ha supuesto o no una reforma de la Constitución. Cuando el TC admite el recurso y da la razón al recurrente, lo que viene a decir es que se ha reformado la Constitución sin seguir el o los procedimientos de reforma o revisión en ella previstos.

La Reforma de la Constitución es el prius tanto lógico como histórico de la Justicia Constitucional. Y ambos, Reforma y Justicia Constitucional, son las “únicas” garantías de la Constitución como un todo, el único momento de contacto del poder constituyente con el poder constituido. A través de ellas no se protege el principio de legalidad, sino el principio de “legitimidad” que reside única y exclusivamente en la Constitución.

Por esta razón la inviolabilidad de los Magistrados del Tribunal Constitucional en el ejercicio de su específica función jurisdiccional es absoluta. Ninguna decisión del Tribunal Constitucional puede ser recurrida en el interior del Estado. Puede ser recurrida ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

También por esta razón, el Auto de 28/11/2024 de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, en el que se autoatribuye la competencia de enjuiciar eventualmente la conducta de los Magistrados del Tribunal Constitucional por un delito de prevaricación, es nulo de pleno derecho. En realidad, la fundamentación jurídica del Auto constituye un “delito de lesa constitucionalidad”, aunque en este caso en concreto rechazara la querella interpuesta por HazteOir.org y VOX contra los Magistrados del TC por su sentencia estimatoria del recurso de amparo en la sentencia de los ERE. (“Un Auto que plantea una crisis de constitucionalidad”. 3 de febrero de 2025). La conclusión de que no hay delito es correcta, pero la fundamentación jurídica no lo es, porque la Sala Segunda se extralimita en el ejercicio de su competencia.

La ley de reforma de la Constitución y la Sentencia del TC son las dos únicas formas mediante las que se produce el contacto entre el poder constituyente y los poderes constituidos. De ahí que esa conexión sea de titularidad exclusiva y excluyente de las Cortes Generales y del Tribunal Constitucional. La Constitución de 1978 no admite ninguna otra.

El segundo momento de inviolabilidad previsto en nuestro ordenamiento jurídico es el de los diputados y senadores, así como el de los miembros de los Parlamentos de las Comunidades Autónomas.

También se trata de una inviolabilidad “absoluta”, que no admite excepción de ningún tipo.

Y es así porque el Parlamento es titular de la “potestad legislativa”, que es la única forma en que se puede entrar en “contacto directo” con la Constitución (o con el Estatuto de Autonomía).

El Estado de Derecho es el resultado de la articulación de un principio de legitimidad y un principio de legalidad. El principio de legitimidad está en la Constitución y nada más que en la Constitución. El principio de legalidad está en la ley, es decir, en las leyes. Porque, así como la Constitución es única no solamente como categoría jurídica sino también como realidad normativa, la ley es una categoría jurídica única, pero que se manifiesta en realidades normativas múltiples. A través del principio de legitimidad no se resuelve ningún problema de los que se plantean en la convivencia. La Constitución no está para resolver problemas, sino para posibilitar que cualquier problema que se plantee en la convivencia tenga una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. Y eso se consigue mediante la creación de un órgano y el establecimiento de un procedimiento a través del cual dicho órgano dará respuesta a cualquier problema que se presente. El órgano elegido directamente por el cuerpo electoral siguiendo el procedimiento legislativo manifiesta la “voluntad general”, que es el contrapunto de todas las voluntades particulares de las que son portadores los ciudadanos y ciudadanas. No hay ningún momento en una sociedad democráticamente constituida en el que los ciudadanos y ciudadanas no estén acompañados en su conducta por una manifestación de la voluntad general, de la ley. La ley es la sombra que acompaña a nuestro cuerpo a lo largo de toda la vida. Más todavía. Nos acompaña antes del nacimiento y después de la muerte. De ahí el reconocimiento jurídico del nasciturus y de ahí el reconocimiento mediante el testamento de la proyección de nuestra voluntad después de la muerte.

Por eso es vital que, en el proceso de “formación de la voluntad general”, los miembros del Parlamento gocen de inviolabilidad plena. “Los Diputados y Senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones”, dice el artículo 71.1 de la Constitución. Lo mismo vale para los parlamentarios de las Comunidades Autónomas.   

La inviolabilidad parlamentaria es la garantía de nuestro ejercicio del derecho de sufragio, del derecho de participación política, a través del cual, al obedecer la ley, nos estamos obedeciendo a nosotros mismos. La participación política es la expresión más genuina del “derecho de autodeterminación”.

Por eso, la ley únicamente puede ser controlada por el Tribunal Constitucional. Todos los demás órganos del Estado “están sometidos al imperio de la ley”. También todas las personas físicas o jurídicas. El único límite de la ley es la Constitución. Y el único órgano que puede verificar ese límite es el Tribunal Constitucional, porque, como hemos visto, es el único órgano constitucional que puede entrar en contacto con el poder constituyente.

El tercer momento de inviolabilidad es el de los jueces y magistrados en el ejercicio de la función jurisdiccional.

En este caso no se trata de una inviolabilidad absoluta, porque los jueces y magistrados que integran el poder judicial no están sometidos a la Constitución, sino al “imperio de la ley”.

La Constitución tiene intérpretes privilegiados: las Cortes Generales y el Tribunal Constitucional. Las Cortes generales son, en realidad, el único intérprete primario de la Constitución. El Tribunal Constitucional no es, en puridad, intérprete de la Constitución, sino intérprete de la interpretación que las Cortes Generales han hecho de la Constitución.

El 98 o 99 % de las interpretaciones de la Constitución son interpretaciones parlamentarias. Únicamente un uno o un dos por ciento de dichas interpretaciones acaban siendo impugnadas ante el Tribunal Constitucional. Pero, independientemente del porcentaje, lo determinante es que únicamente pueden ser impugnadas ante el Tribunal Constitucional.

La interpretación de la ley, por el contrario, no tiene intérpretes privilegiados. En realidad, la ley no la interpretan los jueces y magistrados que integran el poder judicial, sino que la interpretamos los ciudadanos y ciudadanas con nuestra conducta en condiciones de igualdad. En la inmensa mayoría, por no decir en la casi totalidad de los casos (98 o 99 %), los seres humanos hacemos una interpretación coincidente de la ley y no surge ningún conflicto. En un porcentaje muy pequeño la interpretación que hacemos de la ley con nuestra conducta es divergente y el conflicto resultante acaba siendo residenciado ante un órgano judicial.

En tales casos el juez no interpreta propiamente la ley, sino que interpreta la interpretación que han hecho los ciudadanos con su conducta de la ley y acaba decidiendo quien se ha mantenido con su conducta dentro de la ley y quien se ha situado fuera de la misma.

En la relación entre la interpretación de la ley y la interpretación de la Constitución se refleja el principio de igualdad que preside la convivencia de los seres humanos en la sociedad civil y el monopolio de la coacción física legítima en que el Estado consiste. Igualdad en la base. Monopolio en la cúspide.

En esta diferencia entre igualdad en la justicia ordinaria y monopolio en la justicia constitucional descansa la inviolabilidad relativa de la primera y absoluta de la segunda.

Los magistrados del Tribunal Constitucional no están sometidos a nada ni a nadie en el ejercicio de su específica función jurisdiccional. Los jueces y magistrados que integran el Poder Judicial están sometidos al imperio de la ley. No son jueces de la ley, como lo es el Tribunal Constitucional. Tienen que exteriorizar en la fundamentación jurídica de la sentencia dicho sometimiento.

Los jueces y magistrados tienen que identificar primero cuál es la ley aplicable al caso y tienen a continuación que exteriorizar cuál o cuáles son las reglas de interpretación con base en las cuales se produce la aplicación de la norma.

Identificación de la manifestación de la “voluntad general” aplicable al conflicto que tiene que resolver y explicitación de las reglas de interpretación codificadas con base en las cuales se aplica la voluntad general.

De esta manera el órgano judicial, sea individual o colegiado, exterioriza “su sometimiento a la ley”, que es la fuente de su legitimación democrática. A través de la “motivación” de la sentencia el órgano judicial cumple la función constitucional que tiene atribuida.

Si no actúa de esta manera, es decir, si no identifica correctamente la ley aplicable al caso y si no la interpreta de conformidad con las reglas de interpretación comúnmente admitidas en el mundo del derecho, el órgano judicial comete el delito de prevaricación, que no consiste en última instancia más que en “sustituir la voluntad general por su voluntad particular”. Con dicha conducta el órgano judicial quiebra la cadena de legitimación democrática del Estado.

Como esto no suele ocurrir, pero puede ocurrir y resulta completamente imposible evitar que pueda ocurrir, la inviolabilidad del juez o magistrado en el ejercicio de la función jurisdiccional no puede ser absoluta.

El cuarto momento de inviolabilidad es la relativa al Rey. Aunque es la primera a la que se suele hacer referencia, en realidad es la última. Más aún. La inviolabilidad de la persona del Rey no existe. Desde la Constitución de 1837 todas las Constituciones monárquicas, la de 1845, 1869 y 1876, han regulado la inviolabilidad del Rey de la misma manera: “La persona del Rey es sagrada e inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Son responsables los ministros.”

Es el mecanismo traslaticio de la responsabilidad en que el refrendo consiste, lo que convierte al Rey en inviolable. Los actos del Rey no refrendados no están cubiertos por la inviolabilidad.

En la Constitución de 1978 se sigue la tradición decimonónica. “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo”, dice el artículo 56.3 de la Constitución.

En lo que respecta al Rey, no hay inviolabilidad sin refrendo, es decir, no hay ejercicio de poder sin responsabilidad. La argumentación que se ha construido sobre la ausencia de responsabilidad de D. Juan Carlos de Borbón antes de su abdicación carece de fundamentación constitucional. No hay un solo precepto de la Constitución en el que poder fundamentarla.

Cuatro son, pues, los momentos de inviolabilidad en el Estado social y democrático de Derecho articulado en la Constitución de 1978.

El primero trae causa de que únicamente el Tribunal Constitucional puede entrar en contacto con el poder constituyente.

El segundo, deriva de que únicamente las Cortes Generales son titulares de la “potestad legislativa” y, como consecuencia de ello, únicos intérpretes originarios de la Constitución. Es el único órgano que expresa la “voluntad general”, a la que están sometidos sin excepción todos los demás órganos del Estado salvo el Tribunal Constitucional. La “potestad legislativa” es el instrumento de conexión del principio de legitimidad con el principio de legalidad. No hay otra forma de hacerlo. De ahí el carácter absoluto de la inviolabilidad parlamentaria.

El tercero, el de los jueces y magistrados que integran el poder judicial en el ejercicio de la función jurisdiccional, deriva del principio de “exclusividad jurisdiccional”, que faculta exclusivamente a los jueces y magistrados para ejercer la función jurisdiccional. Dado el sometimiento de los jueces y magistrados al imperio de la ley y dada la imposibilidad de excluir a priori que algún órgano judicial incumpla con ese deber de sometimiento, la inviolabilidad no puede ser absoluta. El Estado de Derecho no puede excluir la posibilidad del juez prevaricador y, como consecuencia de ello, la inviolabilidad de jueces y magistrados solo puede ser relativa.

La inviolabilidad del Rey está vinculada al refrendo y, por tanto, no es propiamente un caso de inviolabilidad para el Estado de Derecho.

Pido excusas por la extensión del artículo, pero llevamos mucho tiempo en el que se están suscitando cuestiones de inviolabilidad y me ha parecido oportuno dibujar el marco previsto por la Constitución, con la finalidad de que los lectores no juristas se orienten.   

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