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Crítica

‘Blancanieves’, el triste remake de acción real que nació maldito por culpa de la obsesión de la derecha contra lo ‘woke’

‘Blancanieves’, el triste remake de acción real que nació maldito por culpa de la obsesión de la derecha contra lo ‘woke’
20 de marzo de 2025 22:21 h

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Bentkey es algo así como el Disney+ de las familias fachas estadounidenses. Forma parte del servicio de suscripción DailyWire+, que a su vez integra el famoso conglomerado mediático de ultraderecha fundado por Ben Shapiro y Jeremy Boreing. Bentkey nació en octubre de 2023 con el objetivo de proteger a la infancia de la malvada ideología que al parecer promueve el mainstream hollywoodiense, y lo hizo con el anuncio de una producción original para la plataforma que se ajustaría vertebralmente a estos principios. Su título, Snow White and the Evil Queen.

“Aunque Disney siga utilizando el nombre de Walt, hoy ha abandonado ese legado”, declaró Boreing entonces. DailyWire+ programó para 2024 una adaptación de Blancanieves como respuesta al remake de acción real que Disney llevaba tiempo desarrollando y cuyo estreno contemplaba para ese mismo año. Snow White and the Evil Queen sería una adaptación mucho más fiel al espíritu de Disney y los cuentos tradicionales, aseguraban desde los mentideros reaccionarios. Pero su existencia no tenía sentido sin la comparativa directa con la versión de Disney, así que cuando esta se retrasó todo un año, a marzo de 2025, Bentkey hizo otro tanto con su película. 

En todo este tiempo DailyWire+ ha producido Terror on the Prairie con Gina Carano —otro corte de mangas a Disney, pues esta actriz fue despedida de The Mandalorian por sus opiniones en redes sociales—, una comedia donde un equipo de hombres se disfraza de mujeres para medrar en deportes femeninos (Lady Ballers) y varios documentales de pulsión conservadora… mientras que no ha vuelto a saberse nada de Snow White and the Evil Queen. Todo lo que ha trascendido de ella es un tráiler de aspecto sospechoso que presume de tener como actriz de Blancanieves a Brett Cooper, una de las estrellas de Daily Wire gracias a su programa The Comments Section

Cooper, por cierto, abandonó Daily Wire en diciembre de 2024. Todavía no ha dicho nada de Snow White, y a estas alturas parece bastante obvio que la película no existe. Ese tráiler hecho a las prisas solo quería promocionar Bentkey y agitar el avispero de la batalla cultural, aprovechando la polémica más grave que Disney haya atravesado hasta ahora con uno de sus remakes en acción real. 

De una película falsa a otra que lucha por existir

Todo empezó de la forma habitual: Disney fichó como protagonista a una actriz racializada y esto incendió las redes sociales. Desde que los remakes de acción real a partir de clásicos de animación de la Casa del Ratón se convirtieron en un valor seguro a finales de la década pasada, Disney ha ido efectuando ligeras actualizaciones sobre las historias de partida. Antes que los aparatosos efectos digitales empleados para readaptar obras animadas o los cambios en la propia trama, lo que sobre  todo ha movido la conversación pública en este tiempo ha sido el perfil de los nuevos intérpretes.

Decisiones como que la protagonista de La sirenita sea negra se han topado con el boicot, según una agitación que le interesaba en especial a la ultraderecha para reforzar la alerta contra “lo woke”: ese muñeco de paja que ha aupado la reacción conservadora y la reelección de Donald Trump y que, en realidad, no es más que el ‘neoliberalismo progresista’ que teorizaba Dylan Riley. Esto es, alivio cosmético de tensiones civiles a través del mercado, reduciendo la justicia social a cuestiones de representación. Por ejemplo Rachel Zegler, actriz de ascendencia colombiana llegada de West Side Story, demostrando que a Disney le preocupa el racismo gracias a ser la nueva Blancanieves.

La nueva versión del que resulta ser el primer film animado de toda la historia de Disney lleva preparándose desde que la compañía divisó el filón: 2016, con El libro de la selva. Los taquillazos de La bella y la bestia, Aladdin o El rey león han validado la apuesta y, sin embargo, con Blancanieves tenemos un caso especial. No tanto porque ahora se divisa cierto agotamiento en la fórmula —La sirenita hizo dinero, pero no tanto como se esperaba— sino por cómo su desarrollo ha evidenciado las contradicciones del neoliberalismo progresista de Disney, coincidiendo además con la nueva legislatura de Trump amenazando el modelo e, incluso, anticipando un desvío conservador.

Es el episodio que podríamos llamar “parábola de los enanos” e ilustra la insensatez de tomar partido por Disney. A finales de 2021 el guion de Blancanieves ya estaba escrito —por Erin Cressida Wilson y nada menos que Greta Gerwig antes de hacer Barbie, aunque al final solo Wilson ha sido acreditada—, y Disney había fichado al Marc Webb de The Amazing Spider-Man como director. Zegler defendía su derecho a interpretar a Blancanieves y entonces Peter Dinklage dijo en un podcast que el hecho de que fuera latina no hacía que esta Blancanieves fuera más progresista. 

¿Por qué? Porque seguíamos hablando de Blancanieves y los siete enanitos. Un relato que históricamente había hecho sufrir al colectivo del actor de Juego de tronos (personas con acondroplasia, el trastorno que suele llevar al enanismo) con su caricatura, algo que Dinklage rechazaba y que movió a una veloz decisión de Disney: recrear con CGI hiperrealista a los enanos de la película original. Esto engendró aún más críticas. Dinklage estaba perjudicando las opciones laborales del colectivo en cuyo nombre hablaba —“desde el privilegio de no tener que aceptar estos papeles”, como señaló Jeff Brooks—, y Disney les acababa de dejar sin trabajo. 

El episodio se hizo aún más rocambolesco cuando se filtraron unas fotos del rodaje de Blancanieves en Londres mostrando a un grupo de intérpretes “diversos”: había una persona con acondroplasia junto a individuos de varias etnias, y medios afines a Daily Wire aseguraron que esta era la “versión woke” de los enanitos. También cultivaron suficiente odio para que DailyWire viera provechoso anunciar su Blancanieves falsa y el hijo del director de la Blancanieves original, David Hand, asegurara que su padre y Walt “se estarían revolviendo en su tumba” por culpa de este remake.

Una vez se estrena Blancanieves hemos descubierto que esos actores no tenían en efecto nada que ver con los enanos: solo eran personajes añadidos a esta reimaginación, alternando con las creaciones digitales que Disney ya había convenido en mostrar en los tráilers.

Disney en pleno colapso

La parábola de los enanos ejemplifica los límites de la marca Disney como estudio interesado honestamente en la diversidad, aunque sus ramificaciones van más allá de los amigos de Blancanieves. Que Zegler haya insistido en que su personaje está más empoderado que el de la versión de 1937 no es tan significativo como las opiniones políticas que ha ido compartiendo en redes sociales y que inevitablemente le enfrentan a quien interpreta a su madrastra, Gal Gadot. 

Al poco de saberse el resultado de las últimas elecciones estadounidenses, Zegler se lamentó escribiendo “fuck Trump”. Poco después tuvo que pedir perdón públicamente, avanzando la genuflexión ante el Partido Republicano a la que 2025 aboca a Disney. Por otro lado, y ocupándonos de la actriz de Wonder Woman, Zegler se ha posicionado en contra del genocidio de Gaza mientras que Gadot, oriunda de Israel, ha fomentado la agenda sionista más abiertamente que nunca desde los atentados del 7 de octubre. Es lo que provocó que, ante la repentina violación del alto el fuego en Gaza, un evento previo al estreno de Blancanieves con Gadot en el centro fuera escenario de un enfrentamiento entre manifestantes pro-Palestina y manifestantes pro-Israel.

Blancanieves es una película maldita. Pero también es otro producto Disney cuyas decisiones chocan entre sí y difuminan cualquier compromiso progresista. Un maltrecho artefacto tan capaz de fichar a una actriz latina y añadirle cierto grosor feminista al personaje de los hermanos Grimm como de recurrir al estrellato de alguien que apoya los crímenes de Israel mientras se deja sin trabajo, por el qué dirán, a varios miembros de una minoría. Nada sorprende en este caso —si acaso que siga habiendo gente, seguramente afincada en X, con ganas de continuar discutiendo con los promotores de la neurosis anti-woke—, como tampoco sorprende que estas contradicciones tengan un efecto en las imágenes, y conduzcan a otra película de hechuras soporíferas y lamentables.

En particular, Blancanieves adolece de lo que le ocurría al remake de Dumbo a cargo de Tim Burton (2019). Esto es, que el argumento de la película de la que parte se reduce a una servilleta, por pertenecer a una fase de Disney (la inicial, la de los años 30-40) en la que importaba más experimentar con la animación que alumbrar narraciones sofisticadas. Mientras que la animación sufre la conversión correspondiente a un CGI saturado e inexpresivo —no mucho peor que el visto en Aladdin o La bella y la bestia, pero lejos de los logros de Jon Favreau con El rey león—, el problema de no tener trama suficiente se intenta solucionar en Blancanieves de dos maneras.

La primera es atiborrar la película de canciones nuevas a cargo de Benj Pasek y Justin Paul (llegados de La La Land). Blancanieves es un musical puro y duro que acumula números por doquier a la vez que amplía los clásicos de la original —el Ay ho de los enanitos convertido en una extenuante presentación de cada personaje— y recorta otros —varias canciones han desaparecido mientras que de la más famosa, Mi príncipe vendrá, solo suena una instrumental—, buscando su propia identidad en este campo. Gracias a canciones como Princess Problems el resultado no es completamente fallido, y aun así dista de sobreponerse al formidable embrollo que depara la segunda estrategia: inyectarle complejidad al argumento de Blancanieves respetando sus elementos clásicos.

Ahí es donde a Blancanieves no le queda otra que descarrilar con impotencia, mientras cualquier ímpetu en la puesta en escena de Webb se diluye dentro de la habitual estética de parque de atracciones del último Disney. Blancanieves quiere ampliar el alcance de la mínima historia del 37 convirtiendo a la protagonista en una heroína del pueblo, liderando junto al príncipe y otros valientes que no son solo enanos —de aquí los falsos “enanos woke”— una revuelta contra una líder autoritaria. La reina de Gadot, a la que no le preocupa tanto esclavizar a esta masa informe de gente como seguir preguntándole al espejo si es la más guapa del reino.

El desarrollo narrativo de Blancanieves se tambalea confundido entre el icono y las necesidades de un blockbuster convencional, pleno en disonancias y anticlímax —esta Blancanieves alérgica a la pasividad ya no puede limitarse a recibir un beso para solucionar la trama, pero tampoco prescindir de ese beso— que al final se traducen en la mediocridad habitual. Lo que queda, en definitiva, es lo que siempre queda de este nocivo modelo de producción, si bien ahora viene acompañado de tanto ruido como para mover un rechazo más furibundo de la cuenta. No tiene sentido tomar partido entre esta Blancanieves y la Blancanieves facha, y no solo porque esta última no exista sino porque ambas solo son síntomas de una industria, un sistema ideológico y económico, que se está viniendo abajo.  

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