Enseñanzas históricas del Salario Mínimo
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La historia y evolución del salario mínimo desde 1963 nos ofrece importantes enseñanzas de las que deberíamos aprender si se quiere abordar con acierto el actual conflicto sobre la fiscalidad que debe aplicarse a sus perceptores.
Durante estas seis décadas, el salario mínimo ha reflejado con nitidez el conflicto entre concepciones socioeconómicas confrontadas ideológicamente. Al mismo tiempo que ha sido el terreno propicio para un tacticismo político extremo.
De la lectura de la exposición de motivos del Decreto de 1963, que lo fijó por primera vez, se desprende la concepción asistencial que tenía el régimen franquista del salario mínimo. Se calculó, con los métodos rupestres de entonces, que afectaba solo al 8% de las personas trabajadoras que cobraban por debajo de las 1.800 pesetas mensuales (10,8 euros). Luego no se actualizó hasta 1970 y más tarde en 1975 y 1976, en plena espiral inflacionista que superó el 20%.
No fue hasta la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en 1980 cuando el salario mínimo adquirió la condición de derecho de los trabajadores y su fijación anual una obligación del gobierno. Aunque, desde sus inicios fue una obligación incumplida. Nunca se llegó a aplicar la revisión semestral prevista en el artículo 27 del Estatuto en los supuestos de incumplimiento en las previsiones del IPC.
Durante años, las subidas del salario mínimo quedaron por debajo de la evolución del IPC, con la consiguiente pérdida de poder adquisitivo de los salarios más bajos.
A ello contribuyó la hegemonía ideológica del neoliberalismo que, con sus análisis teológicos, afirmaba como dogma de fe que una mejora de los salarios y los derechos sociales perjudicaba la economía y destruía empleo. En la medida que el salario mínimo además de ser una política de rentas también incidía en el acceso a las prestaciones sociales los incentivos para su congelación o reducción en términos reales eran muy poderosos.
Tanto que los gobiernos socialistas se apuntaron a esa indistinción ideológica del Consenso de Washington. Prueba de ello es que durante los gobiernos de Felipe González solo en 1990 y 1991 la actualización del salario mínimo superó la inflación. Una pérdida del poder adquisitivo que continuó durante los gobiernos de Aznar.
El resultado es que durante décadas el salario mínimo tuvo un impacto residual en términos de rentas. Beneficiaba a muy pocas personas, las que estaban por debajo del umbral de la pobreza severa.
El salario mínimo volvió a ser protagonista del debate político en 2004, cuando el candidato Zapatero se comprometió a aumentarlo desde los 460 euros hasta los 600 mensuales. Un compromiso electoral atrevido y rupturista, que luego tuvo que modular y mucho al acceder a la Moncloa. Esos 600 no llegaron hasta el 2009, después de su segunda victoria electoral. Luego, durante la gran recesión, se volvió a las andadas de reducción en términos reales del salario mínimo. Con Zapatero y con Rajoy.
Pero lo más trascendente de aquel compromiso es que, después de las elecciones, alguien cayó en la cuenta de que una subida de esa envergadura comportaba un aumento importante del gasto público, en la medida que el acceso a muchas prestaciones sociales y su cuantía estaban vinculadas al importe del salario mínimo. Una subida de esa intensidad comportaba de manera automática (tomen nota del concepto automático) un aumento del gasto público en prestaciones sociales
Para evitar este efecto colateral no previsto se creó el IPREM (Indicador Público de Rentas de Efectos Múltiples) que pasó a sustituir al salario mínimo como parámetro para el acceso a muchas prestaciones sociales. A partir de 2005 el IPREM (469,80) comenzó a distanciarse del Salario Mínimo (513 ) que había tenido dos subidas en julio 2004 y enero 2005.
Es evidente que el IPREM no es fruto de una reflexión sobre políticas públicas, sino de la necesidad de ofrecer una respuesta táctica a un efecto imprevisto de una promesa electoral. El resultado es que aquella respuesta tacticista del 2004 se ha convertido en un instrumento de control del gasto público y devaluación de las políticas sociales. Lo que en 2005 era un diferencial entre salario mínimo e IPREM de 43 € al mes, hoy se ha convertido en un diferencial de 584, la diferencia entre los 1.184 del SMI y los 600 congelados desde el 2023 del IPREM, por tener los PGE prorrogados.
El impacto en términos de políticas sociales es muy regresivo. Baste recordar que el acceso a muchas prestaciones sociales (vivienda pública, asistencia jurídica gratuita, bono eléctrico entre otras) viene determinado por el umbral del IPREM. También sus cuantías, por ejemplo, el subsidio asistencial de desempleo está fijado en el 80% del IPREM.
Disputa ideológica y tacticismo se volvieron a encontrar con la constitución del primer gobierno de coalición en 2019. Es bien conocido, aunque no tengo claro que suficientemente valorado, que durante estos años el salario mínimo ha tenido un aumento espectacular del 61% (desde los 735,9 del 2018 hasta los 1.184 del 2025).
Quizás lo más importante, además de mejorar la vida de las personas, sea que estas subidas han desmentido las previsiones catastrofistas para el empleo y la economía de la patronal, las derechas políticas y algunos terminales académicos. También ha aliviado las actitudes timoratas e indistintas de los miembros del PSOE en el gobierno de coalición, aunque viendo la ostentación que ahora hacen de ellas, nadie lo diría.
De la misma manera que en 2004 no se pensó en el impacto que tendría la mejora del salario mínimo en el volumen del gasto social, parece que en 2019 tampoco se calibró el impacto que tendría adaptar “automáticamente” los mínimos exentos del IRPF a la subida del salario mínimo. Y si se pensó en ello nada se ha hecho durante estos seis años para un debate riguroso sobre el tema.
En estas estamos. Creo que es el momento de dejar claro que las mejoras del salario mínimo no pueden suponer una elevación automática del mínimo exento del IRPF. Al menos por tres razones, supone una reducción en la aportación fiscal de todos los tramos de renta, incluidas las más altas que son las que proporcionalmente menos contribuyen, comporta una reducción de ingresos fiscales que se necesitan para atender a múltiples necesidades sociales y reclamaciones -no siempre justas- de muchos colectivos. Además, supone un desincentivo indirecto a sucesivas mejoras del salario mínimo. Pretender que se mantenga esta automaticidad entre el importe del salario mínimo y el mínimo exento del IRPF es algo más que un error.
Pero también deberíamos tener claro que es una barbaridad que, al no modificar este mínimo exento, las personas perceptoras del salario mínimo pasen a soportar un tipo marginal (lo que se paga por el último tramo del aumento del SMI, que son 50) del 46,8%, muy por encima del que aportan las rentas más altas.
Parece obvio que necesitamos una profunda reforma fiscal que aborde las ineficiencias e inequidades sociales de un sistema fiscal construido a retales y a golpe de presiones y de tacticismo. No solo en la vertiente de ingresos, también en la de gastos, que tiene un efecto redistributivo mayor. Estaría bien que se aprovechara el momento para debatir sobre el IPREM. La necesidad de esta reforma es tan obvia como que la dichosa correlación de fuerzas parlamentaria no lo pone nada fácil.
Eso obliga a hacer ahora otro apaño mientras no se puede abordar una reforma más estructural. Un remiendo que suponga desacoplar el mínimo exento del IRPF de la evolución del salario mínimo. Y de manera simultánea garantizar que la mejora del salario mínimo bruto del 2025 revierte íntegramente en los ingresos netos de sus perceptores (incluidas cotizaciones sociales, que también son salario).
Hay propuestas técnica y políticamente viables siempre que se atienda al huevo y no al fuero. Espero que a nadie se le haya pasado por la cabeza convertir este debate en un combate en el seno de la coalición de gobierno, del que han de salir ganadores y perdedores. De cometer tamaña torpeza todos perderían y solo ganarían las derechas y lo que es mucho peor, la teología antifiscalidad y la desafección política.
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