Alexitimia
![La consola de control de emociones de 'Del revés 2'](https://static.eldiario.es/clip/5d8d3c1e-acfc-4c54-8e43-2693c55812c9_16-9-discover-aspect-ratio_default_0.jpg)
Hace mucho, cuando yo era una chica joven, embarazada por primera vez, y estaba tratando, como nos pasa a todas las madres, de informarme sobre cómo hacerlo lo mejor posible, descubrí un consejo, creo que en el libro de Fitzhugh Dodson “How to parent”, que me ha acompañado toda la vida y se ha revelado utilísimo no solo para la crianza de mis hijos, sino para muchas otras parcelas de la vida.
Cito de memoria, pero se trataba de algo parecido a lo siguiente: cuando los niños dejan de serlo y llegan a la preadolescencia y a la adolescencia, suele ser frecuente que los padres y madres noten que les pasa algo, pero cuando les preguntan qué les pasa, la respuesta es “nada; no me pasa nada”, seguida de un portazo y un silencio que puede extenderse a las siguientes horas o incluso durar varios días. Esto es algo que también sucede entre adultos, muy frecuentemente entre parejas. A veces se trata de que la persona que no se encuentra bien no quiere activamente contar qué le pasa, pero muchas otras veces la cuestión es que no sabe expresar en palabras lo que le anda por dentro, que no ha aprendido ni se ha ejercitado en el difícil arte de reconocer para sí mismo, y luego formular verbalmente, sus emociones, sensaciones, dolores, angustias. Por eso, el libro aconsejaba que los adultos ayudáramos a los niños, desde muy pequeños, a reconocer y nombrar sus emociones, de la misma manera que les enseñamos a decir qué les duele y dónde.
Si uno no sabe reconocer qué le pasa y no tiene nombre para lo que siente, no será capaz de comunicarlo y la otra persona no podrá entender cuál es el problema y colaborar en su resolución. Les enseñamos palabras para todas las partes del cuerpo y, sin embargo, no solemos prestar mucha atención a darles el vocabulario que necesitarían para expresar verbalmente tristeza, celos, frustración, rabia, miedo, envidia… toda la gama de emociones que se pueden experimentar.
A esta incapacidad para reconocer y verbalizar las emociones se la llama “alexitimia” y es un problema que se va haciendo cada vez más grande en nuestra sociedad moderna porque la nueva forma de vivir y relacionarse hace que vaya disminuyendo el deseo de interactuar al natural con otras personas. Muchos jóvenes, hoy en día, prefieren enviarse breves textos a telefonear y, en cualquier caso, lo prefieren a una conversación cara a cara en la que haya que mirarse a los ojos y poner en palabras de voz lo que uno siente en su interior. Estamos derivando a una situación en la que cada vez nos gusta menos hablar de sentimientos y todavía menos escuchar los sentimientos de los demás, ni conocidos ni, mucho menos, desconocidos. Vamos hacia una sociedad alexitímica en la que las palabras van siendo sustituidas por otras cosas en un intento, en mi opinión, cada vez más desesperado, de no perder del todo la comunicación, pero sin tener que exponerse.
Como yo lo veo, la cosa empezó hace ya un par de décadas cuando la gente joven y muchos mayores en su tiempo libre empezaron a sustituir la ropa convencional (camisa de botones, nikis, jerseys, traje, etc.) por camisetas de algodón o suéters con capucha que tenían algo en común: un texto en el pecho. Primero eran dibujos como una rosa de los vientos, un sol, una margarita y luego, cada vez con más frecuencia, marcas de empresas de moda. Recuerdo haber oído a los ancianos diciendo que había que ser muy tonto para ir haciendo de hombre-anuncio por la calle y además pagar por ello.
Luego fueron apareciendo camisetas (T-Shirts las llamaban en inglés) en las que se aludía a una película, a un protagonista famoso, a un superhéroe, a algo fácilmente reconocible y que servía para que todo el mundo supiera cuáles eran tus gustos, o a qué tribu urbana pertenecías. Muy poco después empezaron las citas literarias, los chistes, las obscenidades… a veces varias líneas de texto que, como habían sido elegidas por ti, de algún modo te representaban. No es igual llevar una camiseta con “Shake before use” que “Forever is composed of nows”, y no porque la segunda sea una cita de la poeta Emily Dickinson, sino simplemente porque quien elige una u otra tiene un tipo diferente de personalidad y la muestra identificándose con el texto que luce y que no ha formulado personalmente, sino que ha decidido copiar.
Pero la cosa va más allá: poco a poco las imágenes han ido sustituyendo a las palabras a la hora de relacionarnos con los demás. Cada vez hay más imágenes: selfies, fotos subidas a las redes sociales de lo que hacemos, lo que comemos, con quién hemos estado de excursión, memes, emojis, fotos de nuestros cuadros favoritos en una visita al museo, de la cubierta del libro que hemos leído y nos ha gustado, de la entrada del cine, de cualquier momento de nuestra existencia que ahora ya no se narra en palabras -en una carta, por ejemplo-, explicando los sentimientos y las sensaciones personales que nos ha producido, sino que se deja a la imaginación de quien lo recibe.
Además, esa cultura de la imagen, combinada o no con un par de palabras, nos ha llevado también a la afición por los tatuajes que, por un lado, sirven para apoyar la memoria y por otro sustituyen la formulación narrativa, verbal, de experiencias en principio trascendentes para la persona que las ha vivido.
Hace poco, en una gasolinera, comenté algo sobre la dificultad artística de un tatuaje que llevaba el empleado y, con una amplia sonrisa me dijo, “sí, este es una obra de arte, y costó mucho”. Luego, señaló otro más modesto, en el que yo no me había fijado y, orgulloso, añadió: “este soy yo”. Ni siquiera recuerdo qué representaba el dibujo. Creo que era una especie de rueda que no me traía ningún tipo de asociaciones. Al ver mi expresión algo perpleja, continuó: “Ni yo sé decir por qué es tan importante, pero este soy yo.” Me quedé bastante traspuesta porque habría comprendido que no quisiera darme explicaciones, dado que no nos conocíamos más que de saludarnos de vez en cuando, pero el que ni siquiera él supiera por qué era tan importante, que no pudiera explicarlo con palabras, se me quedó grabado, igual que unos años atrás algo que me pasó con una estudiante mía.
Vino a despedirse porque se había quedado embarazada y quería concentrarse en su bebé, aunque pensaba volver para poder terminar la carrera después del parto. Me dijo que iba a ser niña, se llamaría Amely y que se iba a tatuar el nombre entre las costillas para no olvidarla nunca. “¿Crees que se te va a olvidar tu hija si no te tatúas su nombre?”, le pregunté, sorprendida. “No, pero quiero que sepa lo importante que es para mí, y quiero tatuarme también esto.” Me tendió un par de líneas escritas en alemán diciendo cuánto la quería. “¿Podrías ayudarme a ponerlo en español poético?”, me pidió, emocionada. “Así siempre lo sabrá.” “Díselo tú de palabra, cuando esté en el mundo, a lo largo de su vida”, le sugerí. Sacudió la cabeza. “Hay cosas que no se pueden decir así como así.” Debe de hacer diez años y aún me hace reflexionar sobre ello.
¿Qué nos está pasando que ya no somos capaces de hablar, de formular con palabras lo que sentimos, lo que nos sucede, lo que nos hace felices, lo que nos hace sufrir? ¿Por qué cada vez hay menos cultura del debate, menos afición a dar una opinión y defenderla con argumentos, escuchar los argumentos de la otra persona y enriquecernos con ese intercambio? ¿Qué nos da tanto miedo de intercambiar opiniones? No tenemos que vencer o ser derrotados; se trata simplemente de expandir nuestro horizonte mental. ¿Por qué en tantas películas nos muestran esa incapacidad de comunicar nuestros sentimientos, entre parejas, entre padres e hijos, entre compañeros de trabajo y amigos de todos los niveles? A fuerza de guiones copiados de modelos estadounidenses nos han hecho creer que es casi imposible decir sinceramente, “te quiero”, decir “lo siento”, decir cualquier cosa que no sea un cliché o un torrente de datos inconexos.
Hay opiniones autorizadas que hablan de la nociva influencia de las redes sociales, de las burbujas algorítmicas que nos encierran en nosotros mismos y nos hacen temer la diferencia de opinión, de esta nueva sociedad en la que todo se hace a distancia y del peligro de aparecer como vulnerables al abrir nuestro interior en un mercado laboral cada vez más cruel y predatorio.
Siempre es bueno saber por qué sucede lo que sucede, pero lo único que debería importarnos es solucionarlo lo más deprisa posible, antes de que nos volvamos realmente no solo alexitímicos sino afásicos, sin la capacidad cerebral de hablar. Los seres humanos estamos hechos para comunicarnos y solo comunicándonos somos capaces de unirnos y resolver nuestros problemas comunes.
Si perdemos esa capacidad, además de nuestro sufrimiento individual y del aislamiento extremo al que nos llevará, seremos todavía más manejables y el resultado será la destrucción de casi todo lo que social y culturalmente vale la pena.
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