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Lo que pasa cuando cumples años en la sanidad privada

Pensionistas paseando por una calle de Madrid.
31 de enero de 2025 22:12 h

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Hace unos días me contó un amigo, bastante alterado, que su aseguradora privada de salud le había subido de golpe la cuota casi un 30%. Al preguntar a la compañía por el motivo de tan abultado incremento, una operadora le explicó amablemente, con el tono de quien dice una obviedad, que al haber cumplido 65 años había pasado a “un segmento más alto”. Y, para que entendiera en toda su crudeza que estas son cosas que pasan cuando se soplan demasiadas velitas, le adelantó que a los 75 escalará a un nuevo segmento. Seguramente esos saltos están recogidos en algún recoveco del contrato que suscribió mi amigo hace tres lustros, de modo que lo más probable es que se coma con patatas el aumento. Muchos aceptan con naturalidad o resignación esos incrementos. Él los considera injustos. Pero sabe que no se puede vengar pasándose a otra aseguradora, pues le cobrarían una cuota mucho más elevada al carecer de antigüedad... y se la subirían a los 75 años. Podría abandonar sin más el seguro privado, pero ello supondría tirar a la basura la inversión que ha hecho en él en los últimos quince años. Se siente, dice, atrapado.

Alguien podrá replicar, con saña o en plan crítica constructiva: pues que se joda. Nadie lo ha obligado a suscribir un seguro privado. Por gente como él la sanidad pública se está yendo al carajo. Yo no estoy de acuerdo con este silogismo. El aumento cada vez más desaforado de la contratación de seguros privados de salud no es la causa del deterioro de la sanidad pública, sino su consecuencia. Y ese deterioro no responde a una malévola conjunción astral, sino a una estrategia política deliberada cuyo objetivo es precisamente empujar a los ciudadanos a suscribir seguros privados. Habrá quien contrate un seguro privado por estatus social, pero la inmensa mayoría lo hace para evitar las listas de espera cada vez más largas de la sanidad pública. La famosa compañía Quirón, de la que tanto se habla por algo de unas comisiones, ha sextuplicado en una década en la Comunidad de Madrid el número de pacientes derivados de la pública. La salud es uno de los filones más jugosos del mundo, y las grandes corporaciones y fondos de inversión están presionando con sus lobbies para quedarse con el tesoro. Está por ver hasta dónde llegará esta deriva.

Lo que ha sucedido a mi amigo es apenas una señal de lo que entienden por la salud como negocio las compañías privadas. El cliente (dejemos el eufemismo ese de paciente) es más propenso a los achaques cuanto mayor se hace, por lo que requerirá más atención médica, y tiene al mismo tiempo una mayor expectativa de vida gracias a los avances de la ciencia. Todo eso hay que pagarlo. Y lo debe pagar quien tiene el descaro de cumplir años. Los mayores, según el viejo estereotipo, pueden asumir sin problemas el recargo, pues apenas tienen otros gastos: básicamente se alimentan de alpiste, juegan a la petanca y se toman la cañita en el bar. Bueno, algunas se permiten el lujo de ir al cine el día del espectador. Más de uno encontrará razonable este esquema argumental y, por encima de todo, alegará que las aseguradoras son empresas privadas y como tales ponen sus condiciones: quien no esté de acuerdo, no está obligado a contratarlas. Viva la libertad, carajo. Sin embargo, el sector sanitario está sujeto a controles del Estado. Y lo debería estar con cada vez más intensidad en un momento en que las aseguradoras privadas han dejado de ser una simple opción particular en un sistema capitalista y se han convertido en el refugio de cientos de miles de pacientes desesperados por el vaciamiento interesado de la sanidad pública.

Del mismo modo que los órganos de supervisión financiera analizan la justificación o no de ciertas comisiones bancarias, ¿alguien está estudiando los cobros que hacen las compañías de salud? ¿Cuánto ganan las aseguradoras con las cuotas que pagan mi amigo y cientos de miles como él? ¿Qué rendimiento les proporciona ese dinero a sus accionistas? ¿No cubren todos esos desembolsos sostenidos durante años las atenciones médicas que vayan a necesitar cuando tengan más edad? ¿Qué otros misterios se agazapan en las letras microscópicas de los contratos? Son apenas algunas de las preguntas que habría que comenzar a hacerse sobre un sector que acumula cada vez más poder. ¿Está habiendo un control riguroso de las derivaciones de pacientes entre los seguros privados y el público? ¿Estamos seguros de que no hay casos en que un paciente atendido por la sanidad privada es derivado transitoriamente a la pública para que le proporcionen un aparato para su tratamiento médico que no le proporciona la primera por su elevado coste? Yo no estoy tan seguro.

Una de las obras literarias que más me han impactado en mi vida es ‘La Ópera de los tres peniques’, de Bertolt Brecht, sobre todo cuando el protagonista, Mackie Cuchillo, acusado del atraco a un banco, pregunta filosóficamente qué es su delito en comparación con la fundación misma de un banco. Personalmente no me gustan ni los bancos ni los atracos a los bancos, pero lo que la obra me enseñó es que debemos preguntarnos las cosas incluso aunque los interrogantes parezcan pueriles o descabellados. Por ejemplo, por qué nos escandaliza una estafa piramidal de Ponzi y no la madre de todas las pirámides, que es el capitalismo. O por qué a una persona que ha pagado durante años un seguro médico, y que ha permitido sin rechistar que la aseguradora haya jugado a su antojo con ese dinero, le suben la cuota al hacerse mayor en vez de bajársela.

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