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La pregunta central que se hacen en China y en EEUU pero no en la UE

El presidente de China, Xi Jinping.
26 de marzo de 2025 22:35 h

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Recibimos continuamente noticias que nos abruman y nos generan ansiedad, y cuya integración en un relato coherente –uno que nos permita entender qué está ocurriendo en el mundo y qué podría ocurrir– resulta sumamente complicada. Desde mi punto de vista la geopolítica y la economía juegan un papel central en esta complejidad. No es casualidad que así sea, pues en un mundo atravesado por una grave crisis ecosocial –que altera las condiciones climáticas globales y provoca transformaciones radicales en los movimientos migratorios, el acceso a los recursos y la capacidad de producción agraria– es lógico que estas dimensiones sean las más relevantes.

Lo cierto es que ahora mismo estamos asistiendo a una redefinición del lugar que ocupa cada país –o bloque de países– en el mundo. Esta reconfiguración tiene una dimensión económica fundamental, la cual a menudo se oculta tras interpretaciones puramente políticas. Para ser precisos, lo que presenciamos es una nueva reorganización de la división internacional del trabajo, enmarcada en una crisis ecosocial que impone severos límites biofísicos y económicos. En este contexto, cada país busca formas para garantizar su bienestar material –e incluso su supervivencia– en el medio y largo plazo.

Como los teóricos de la dependencia y del sistema-mundo pusieron de relieve, la entrada en la edad moderna y el desarrollo de las prácticas capitalistas a partir del siglo XVI implicó la primera división internacional del trabajo en sentido estricto. Esta se caracterizaba por una diferenciación general en dos categorías de países: los países del centro, que eran los industrializados —con Gran Bretaña primero y Estados Unidos después a la cabeza– y los países de la periferia, considerados en desarrollo o subdesarrollados. La característica distintiva de esta división era que las economías periféricas dependían estructuralmente de las del centro, sobre todo por su estructura productiva: producían y exportaban bienes primarios y de bajo valor añadido, lo que condenaba a sus trabajadores a salarios más bajos y dificultaba cualquier proceso de industrialización. 

Esta configuración de la división internacional del trabajo duró, grosso modo, hasta los años setenta del siglo XX. Fue entonces cuando algunos países, sobre todo asiáticos (Japón, Corea del Sur, Singapur, Taiwan…), comenzaron a encontrar nuevas formas de desarrollo económico e industrialización, utilizando herramientas distintas a las recomendadas por los países ricos de Occidente y sus instituciones. A comienzos de los ochenta se incorporó a ese grupo China, la sociedad más poblada del mundo y la que había sido la más avanzada hasta el siglo XIX. Con una estrategia de crecimiento dirigido por las exportaciones y con un papel central del Estado en la planificación y regulación económica, todos estos países comenzaron a desafiar lentamente el viejo reparto de papeles entre el Norte y el Sur Global.

A partir de los años ochenta, el capital procedente de los países ricos quiso aprovechar ese incipiente desarrollo para reducir sus costes laborales y aumentar sus beneficios. Así se consolidó una nueva división internacional del trabajo, cuya característica más importante fue la externalización de las grandes empresas occidentales. Estas comenzaron a instalarse o a invertir significativamente en los países asiáticos, beneficiándose de los bajos salarios y facilitando la importación de productos baratos a Occidente. Las empresas occidentales externalizaban sobre todo los procesos intensivos en trabajo, reservándose los segmentos de mayor valor añadido como el diseño y el marketing. De ese modo puede decirse que la lógica de la vieja división entre centro y periferia se mantenía, aunque bajo nuevas formas. Con todo, el impacto sobre las sociedades del centro y sus niveles de empleo fue considerable.

Las teorías tradicionales del comercio internacional –desde el modelo Heckscher-Ohlin hasta el teorema Stolper-Samuelson, que cualquier economista estudia en la universidad– recuerdan que el libre comercio genera ganadores y perdedores. Estas teorías reconocen que, en los países desarrollados, los trabajadores no cualificados probablemente perderán sus empleos en beneficio de los nuevos trabajos creados en los países en desarrollo. Sin embargo, los economistas convencionales suelen señalar que, a nivel agregado, los beneficios superan los costes y que, bien gestionados, los desempleados pueden ser reubicados en otras tareas. La gente corriente, sin embargo, no suele digerir bien estas explicaciones.

En el año 2004, el periodista y economista estadounidense Lou Dobbs –posteriormente uno de los defensores más fanáticos de Donald Trump– escribió un libro llamado 'Exporting America: Why Corporate Greed is Shipping American Jobs Overseas', en el cual atacaba a las empresas estadounidenses por su política de externalización, y cuyas consecuencias denunciaba como devastadoras para los trabajadores blancos del país. Conectaba así con un ánimo social muy extendido por ciertas regiones, aquellas más afectadas por la competencia internacional. No por casualidad, Dobbs se convirtió en un reaccionario de manual que culpaba a la inmigración y a la globalización de la supuesta decadencia estadounidense. Su enfoque, entonces marginal, hoy es dominante en la Casa Blanca y en la sociedad estadounidense.

Obsérvese que hace unos días el vicepresidente J. D. Vance criticó la globalización en términos similares. Reconoció que depende de la mano de obra barata de países del Tercer Mundo, pero añadió algo más: ciertos países –en referencia velada a China– ya no se limitan a producir bienes simples, sino que están escalando posiciones en la cadena de valor y compitiendo directamente en los segmentos de alto valor añadido. Su conclusión fue que Estados Unidos debe reindustrializarse, aunque no profundizó en el cómo pretendían conseguirlo. Quien sí dio alguna pista fue el Secretario de Comercio, Howard Lutnik, al afirmar en una entrevista que Estados Unidos debe volver a producir sus propias camisetas, zapatillas deportivas y toallas. Paul Krugman ha caricaturizado esta propuesta llamándola “Making Sweatshops Great Again” (en alusión a los talleres clandestinos asiáticos donde se fabrican textiles baratos en condiciones de semiesclavitud), y cuestionando sus fundamentos económicos. En otra ocasión profundizaré sobre estos aspectos, pero lo relevante ahora es percatarse de que el debate en Estados Unidos se articula precisamente en torno a la pregunta correcta: ¿qué lugar quiere ocupar la aún principal potencia económica global en la nueva división internacional del trabajo?

Desde los orígenes del capitalismo los países desarrollados han intentado impedir que el resto del mundo no abandone su papel como proveedor de “Naturaleza Barata” (recursos, energía, mano de obra, alimentos) y como sumidero para los residuos (contaminación, desechos). El historiador económico Ha-Joon Chang hizo fama a principios de este siglo con su libro 'Retirar la Escalera', donde recuperaba la metáfora del desarrollo como una escalera: una vez los países ricos la han escalado, retiran los peldaños para impedir que otros los sigan. A veces lo logran mediante políticas económicas, y otras mediante el uso de la fuerza, como demuestra la gran cantidad de golpes de Estado en América Latina desde los años 50 del siglo pasado para evitar que gobiernos progresistas o revolucionarios amenazaran esa división internacional del trabajo. Sin embargo, hoy el principal riesgo para ese statu quo ya no está en América Latina, sino en Asia. Y Estados Unidos lo sabe.

China reúne todas las condiciones para romper con esa dependencia histórica como proveedor de Naturaleza Barata: una enorme población, un mercado interno inmenso y capacidad técnica suficiente para aprovechar las economías de escala y producir bienes competitivos de alta sofisticación tecnológica. Otros países le siguen la estela o se incorporan en sus propias cadenas de valor. Frente a ese bloque emergente, otros centros de poder palidecen. Por ejemplo, Europa. 

Mientras China y Estados Unidos están formulando las preguntas correctas, en Europa el debate apenas existe. En España, ni siquiera parece haber comenzado. La Unión Europea tiene potencial suficiente para desarrollar una estrategia propia de desarrollo, pero se encuentra demasiado fragmentada en intereses nacionales divergentes. La Unión Europea debería avanzar en una estrategia de desarrollo económico (soberanía industrial) y de transición ecológica (soberanía energética) y de justicia social (cohesión social) con la que posicionarse en la nueva división internacional del trabajo. En lugar de eso, predomina la falta de consistencia y la parálisis marcada por la falta de visión estratégica y el miedo a un mundo en transformación. Sin duda, ese es el gran reto del siglo XXI para la sociedad europea. Quizás el duro despertar del sueño de tener un gran amigo americano haga que las cosas cambien, pero de momento hay razones para ser escépticos.

Por otro lado, me temo que tampoco las izquierdas están sabiendo situar bien el debate. En el caso de España, la división cainita está descentrando la cuestión en beneficio de un cortoplacismo suicida. Pero incluso cuando la izquierda saca a colación estos mismos temas lo suele hacer de manera equívoca, víctima de una excesiva influencia de la visión política y una casi nula formación en asuntos económicos. Desgraciadamente, como herencia de la guerra fría cierta izquierda sigue interpretando el mundo en función de bloques ideológicos –comunistas versus capitalistas antes de los noventa; atlantistas vs antiimperialistas después–, dejando de lado el análisis económico de fondo. Esa simplificación impide ver con claridad las relaciones de dependencia que se dan incluso dentro de cada bloque. Por ejemplo, Ucrania fue históricamente un país subordinado económica y políticamente a los intereses de Moscú; hoy, Bielorrusia lo sigue siendo. 

En definitiva, la gran pregunta para la sociedad europea y las izquierdas –la que sí se hacen en Pekín y en Washington– es qué lugar quieren ocupar sus países en el mundo que viene, qué papel desempeñarán en una economía global marcada por los límites biofísicos y por la transformación del poder. Esa pregunta, que en última instancia es estratégica y civilizatoria, brilla por su ausencia en el debate público. Pero Europa no puede seguir actuando como si nada estuviera cambiando. Si no formula pronto esa pregunta y empieza a construir una respuesta coherente, quedará reducida a ser una periferia más en un mundo donde las reglas del juego ya se están reescribiendo.

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