El rapto de Europa

Soy de los que esperan muy poco de la Unión Europea ante el obsceno desafío que le está planteando Donald Trump. Soy capaz de imaginarme a la Bruselas de Ursula Von der Leyen rindiéndose en la guerra comercial desencadenada por Trump y hasta comiéndose con patatas la anexión de Groenlandia al país de las barras y estrellas. Son muchas décadas de buscar protección bajo los fuertes brazos del gigante norteamericano, mucho tiempo tragándose el cuento de nuestra comunidad de civilización, de valores e intereses, con el primo de Zumosol.
A la Unión Europea siempre le ha faltado valor para defender sus propios principios fundacionales si eso supone disentir de Washington. Se ha comprobado clamorosamente en la tragedia de Gaza, en la que ha preferido adoptar la postura del avestruz ante las barbaridades de las tropas israelíes. Y también se ha comprobado, en sentido contrario, en la guerra entre Ucrania y Rusia. Si la Unión Europea ha sacado pecho frente a Putin ha sido, básicamente, porque era lo que se le decía desde el otro lado del Atlántico.
Estados Unidos nunca fue tan inocente como proclama en sus películas patrioteras. Es el fruto de un triple expolio: el robo a punta de Winchester de las tierras de las tribus nativas, la incautación bélica de más de la mitad del territorio de México y la esclavitud de los negros traídos en cadenas desde África. Saqueos completados en 1898 con la sustitución del viejo colonialismo español por el suyo propio en Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
Ahora Trump ha devuelto a Estados Unidos al espíritu de la Conquista del Oeste, esto es, la ley del más fuerte, renegando así de la mejor herencia del siglo XX. Primero con la Sociedad de Naciones, luego con la ONU, la humanidad, o al menos la parte de ella que se proclama civilizada, rechazó como perversos los milenarios métodos bélicos para conquistar territorios en contra de la voluntad de sus habitantes. Ya no se podía ocupar tierras ajenas por la fuerza y a eso se le llamó Derecho Internacional.
Trump intenta blindar con murallas físicas, militares y comerciales las fronteras de Estados Unidos, a la par que pregona sus intenciones de ampliarlas. Groenlandia, Panamá, Canadá y Gaza son los primeros bocados apetecibles que han salido de su boca. Y los sueños de Trump, explícitamente imperialistas, ya cuentan con la aquiescencia de quintas columnas en diversos países.
El pasado fin de semana, se reunieron en Madrid unos ultras que se hacen llamar Patriotas por Europa, pero que, como ha señalado Isaac Rosa, aprovecharon el aquelarre para arrodillarse ante el amo de la Casa Blanca. Como los vecinos del Villar del Río de la peli de Berlanga, los ultras reciben a los americanos con alegría.
A estos americanos, cabe precisar. No hubieran hecho lo mismo de tratarse de un Roosevelt, un Kennedy o un Obama. Estos supuestos patriotas son gente de atávicos ideales: la supremacía del varón blanco heterosexual, la primacía de la religión cristiana, el odio a las gentes de piel oscura o de espiritualidades distintas. Babean ante la imagen de caballeros europeos medievales alanceando moros o de cowboys anglosajones decimonónicos ametrallando siux y apaches.
El pasado no se puede cambiar. No existe una máquina para retroceder en el tiempo y cambiar los hechos. El mundo era así entonces, pero, bueno, no queremos que vuelva a ser así. Lo que se puede cambiar es el presente y el futuro. Lo que se debe es afrontar con contundencia el regreso a la barbarie.
No puedo imaginar, sin embargo, a los dirigentes europeos planteándose la contundencia en su relación con Trump. Ni tan siquiera han puesto el grito en el cielo cuando el estadounidense, siempre fiel al espíritu del Salvaje Oeste, ha propuesto para Gaza la Solución Final que se les aplicó a los nativos norteamericanos: la expulsión de sus tierras y su confinamiento en reservas.
Los actuales dirigentes europeos no son Churchill y De Gaulle plantándole cara a Hitler. Jamás se les pasará por la cabeza la idea de proponer sangre, sudor y lágrimas para frenar al fascismo. Ni tan siquiera se les ocurrirá la elemental jugada de estrategia geopolítica que es buscar aliados. ¿Por qué no Canadá y México? ¿Por qué no resucitar la Ruta de la Seda, asociándose con China? He dicho asociarse, no casarse en gananciales hasta que la muerte nos separe.
Salvo algunas excepciones honrosas, la de Sánchez entre ellas, los gobernantes europeos ni tan siquiera son como Chirac, Schroeder y Zapatero plantándole cara a George W. Bush ante la invasión de Irak. Son cobardicas acomodaticios como Daladier y Chamberlain. Y eso solo puede dar alas a los nuevos Pétain, Franco, Horthy, Quisling, Degrelle y demás colaboracionistas que habitan entre nosotros.
¿Cómo combatiría yo el rapto de Europa por Trump en el papel de Zeus? ¿Cómo defendería los principios fundacionales de la construcción europea: el diálogo y la negociación para solucionar conflictos, la ampliación incesante de las libertades, la protección de los ciudadanos con un escudo social, la tolerancia como forma de vida? Permítanme usar una metáfora futbolera: la mejor defensa es el ataque.
El resultón Barça de Flick ya ha marcado más goles en lo que llevamos de temporada 2024-25 que en toda la anterior, es “un grupo salvaje que ataca sin miedo”, como ha escrito La Vanguardia. También es bueno en esto el Real Madrid, como acaba de demostrar ante el Manchester City, y también el berroqueño Atleti de Simeone. Por eso están tan arriba.
Pero yo no soy un gobernante, bien lo saben ustedes.
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