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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Huir de la soledad

Huir de la soledad

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Cuando se debate sobre la despoblación del mundo rural, me quedo con la autenticidad del cantautor José Antonio Labordeta y del escritor leonés Julio Llamazares, y con el rigor de profesores como Vicente Pinilla y Luis Antonio Sáez, director y ex director de la cátedra “Despoblación y creatividad” de la Universidad de Zaragoza y de la Diputación Provincial.

Esta cátedra fue la primera específica sobre despoblación que se creó en España en 2017 antes de que se desbordara la marea organizativa de jornadas, competición política y presencia en los medios de comunicación de los últimos años bajo la marca de la España vaciada. Marea que ya se ha sosegado y que, desde la precisión, debería circunscribirse al término la España despoblada.

Ni hubo una operación de ocultos poderes desde finales de los años 50 para vaciar una buena parte de España, ni está vacía porque continúa habiendo pobladores empadronados y vinculados, algunos de estos últimos con una fidelidad presencial casi semanal y diaria a través del wasap municipal y de las redes sociales.

Pobladores que han elegido libremente vivir o pasar temporadas en los pueblos y que se sienten a gusto protagonizando o participando en la vida de las pequeñas comunidades. La despoblación es un fenómeno estructural en todo el mundo porque las sociedades y las mentalidades cambian, como la política y la economía, y porque uno elige donde quiere vivir. 

Lo que es innegociable en un sistema de libre mercado, en el que tiende a desaparecer lo que no es rentable, es la igualdad en la prestación de servicios públicos y en las oportunidades. Más de 50 años después de la canción “La vieja” de Labordeta y casi cuarenta años después del libro “La lluvia amarilla” de Llamazares, en el mundo rural hay más servicios y más protección social, más asociacionismo, mejores comunicaciones, mejor conectividad y una amplia oferta de actividades culturales, deportivas y de ocio, en buena medida gracias a las comarcas. 

Paradójicamente, cuanto más menguan los pobladores más cotizan al alza el territorio y el paisaje despoblado sobre todo para las compañías de energías renovables, para las integradoras agrícolas y ganaderas, para los fondos de inversión y para los grandes tenedores de tierras (solo 23.000 propietarios, que representan el 2,5 por ciento del total de las unidades agrícolas, poseen 13 millones de hectáreas de la superficie agrícola utilizada, según los datos del ingeniero y escritor Carlos Tundidor).

Yo nací en uno de esos pueblos que están por debajo de los 500 habitantes. Éramos casi tres veces más cuando vine al mundo hace 66 años en la casa familiar. Basta con recorrer el cementerio fuera de la temporada estival (algunos de los que viven allí lo hacen casi a diario buscando la memoria afectiva y la compañía de los fallecidos), basta con pasear por las calles a última hora de una tarde invernal para sentir el escalofrío de la soledad e incluso de la indefensión. Ni un alma en la calle y puertas cerradas a cal y canto. Silencio y frío.

Es un mundo en el que se está perdiendo el madrugador olor de las pequeñas magdalenas de los hornos. Es un mundo en el que el reloj del envejecimiento avanza inexorablemente. Es un mundo que se va apagando lentamente como una vela, del que ya se han despedido definitivamente más personas que has conocido de las que siguen vivas. Y muchas de las que aún viven están en residencias asistenciales.

Es una emoción, la de identificarte con la vida que has elegido para ti y tu familia en una pequeña comunidad, que tan acertadamente expresó el joven dibujante David Sancho en su obra “Barbecho”, centrada en el último habitante de un pueblo del altiplano turolense, Emilio, que ha visto cómo se iban cerrando una casa tras otra: “no es un cómic triste….a fin de cuentas, quien ha vivido en el pueblo ha sido feliz porque ha vivido como quería”. 

En los pequeños municipios, sobre todo los de menos de 500 habitantes, que son ya alrededor del 75 por ciento del total en Aragón, el problema es el de la soledad agravada durante las largas noches de invierno. Coincido con lo que decía el autor de “La lluvia amarilla” en una reciente entrevista en ElDiario.es: “el problema ahora es que la gente huye de la soledad, la gente se va porque el gran enemigo ahora en los pueblos es la soledad y el sentimiento de quedarte fuera del mundo”

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