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Una persona incandescente

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Para ver a Chirac en París no hacía falta pasaporte. Tan solo el azar de una reunión de presidentes de Regiones Europeas (RUP) de la Unión Europea (UE): almuerzo en el Elíseo y Chirac mojando las papas fritas en su cerveza. Román, el presidente de Canarias, no salía de su asombro.

Por eso me fui al Palais Bleu, a ver una exposición antológica y recopilatoria de Derain, casi todo Derain, decían. En aquella época, Derain me encantaba, me saludaba desde las esquinas pero no conseguí encontrar reproducciones de su obra a gran tamaño. En el palacio azul tampoco las encontré, pero la encontré a ella, escapada de un óleo incandescente lleno de rojos y azules de bajolunio, lleno de caramboles negros y moteados en el silencio de las tardes de estudio. Se escapó del Derain sin saber muy bien a dónde ir. Intentó una película de Godard pero fue inútil, el director insolente y metasintético la expulsó. Por eso no me sorprendió lo que me dijo acerca de su próximo destino. La olvidé: su recuerdo hacía daño.

Hasta que se apareció la semana pasada en Perales de Tajuña, muy cerca de la fábrica de galletas Cuétara, donde trabaja. Su piel se ha tornado como la harina y firme como el trigo. No hablamos. Me miró y señaló una dirección, era un bar pequeñito, muy de su gusto. Sin entrañas casi vacío, tenía sin embargo un enorme tocadiscos. Sonaba “So long, Marinne” “Ahora vivo aquí, en Leonard Cohen, mañana, tarde y noche, excepto cuando trabajo.” “¿Y a qué hora trabajas?” “De madrugada, empaqueto campurrianas, las mejores.” Y me dio un par de cajas: son mis galletas favoritas desde niño. Quizás porque me recuerdan a mi padre, quizás porque repercuten en mi hijo.

Mientras veía las viejas vides del secarral madrileño, seguía sonando el estribillo que Cohen le escribió a su amada eterna. La chica de la pintura de Derain solo encajaba en el tono, no le iban aquellos trazos rubios de Suecia y de Noruega. Países ultraperiféricos que no saben fabricar galletas. Allá ellos.

En casa, removí papeles y versos y especulé con regalarlos. No hubo lugar.

Volví a París. Ni Cohen, ni Brel, ni Birkin, ni nada. Tan solo la soldadesca mal alimentada que aparece en “Adiós a las armas” y en “Platton”, malos augurios. Los alemanes han colado de rondón una inmensa inversión en infraestructuras para no quedarse más atrás todavía. Los franceses bruñen las ojivas pero también se esfuerzan en el tren veloz y en las carreteras de alta vitesse. Ojalá sirva de pretexto todo este embrollo para las cosas que de verdad importan: el comercio, el bebercio y la salvación de las almas.

Por cierto, esa persona dicen que se llamaba C. Amén.

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