El poder de la desinformación
Información es poder era un lema de tiempos de penuria, carestía, racionamiento informativos. De cuando la información era un bien escaso, vigilado, dosificado, cuando circulaba en ondas de radio o de televisión de cobertura limitada, captadas mediante antenas en un flujo imposible de contener, o en periódicos publicados cada día y luego arrumbados en hemerotecas lejanas y dispersas, en boletines, en teletipos, custodiado en archivadores, cartapacios o legajos. Cuando los tiempos de la información estaban acotados y nos solían encontrar al amanecer o al anochecer, mientras el día nos traía ocupaciones más perentorias.
Ahora la información es un bien superabundante, ubicuo, portátil: si la oración matutina fue sustituida por el periódico de la mañana con el que se desayunaba el burgués moderno, como decía Hegel, ahora los tuits vibran en nuestro bolsillo o en nuestro reloj sin cesar. Las noticias del mundo se mezclan con las notificaciones de nuestro pequeño mundo privado y compartimos unas y otras en pie de igualdad, esperando las reacciones correspondientes con compulsiva obsesión narcisista. Nuestras constantes búsquedas parecen llegar siempre a algún puerto, todo parece comparecer al instante, para todo hay una explicación presumiblemente bien informada que coincide con lo que sospechábamos (ninguna IA responde “no lo sé, no sé de qué me habla”). Cada cosa persiste en algún lado aunque la hayamos borrado y olvidado, y será guardada y procesada por alguien o algo que esperará su momento para ponernos delante una parecida, resonante, que nos proporcionará esa alegría del reconocimiento tan lisonjera.
Cuando todo se expone y a todo se tiene acceso de manera relativamente sencilla, cuando las interpretaciones más delirantes que uno pueda imaginar tienen su paladín, con galas de serio, en la red y siempre hay una hemeroteca digitalizada al rescate, cuando incluso los secretos mejor guardados se filtran pese a la reserva de sus custodios y los tenemos al alcance de un clic, entonces se trata de elegir la versión más acorde con nuestro pálpito. La triunfante es la que armoniza a su compás los corazones de más gente, la recolectora industrial de pálpitos.
El lugar común era, pues, que la información es poder. Pero hay tanta que se vuelve inevitablemente menos poderosa, porque la sobreabundancia de un bien hace caer su valor en el mercado. Como lo valioso ahora es la atención, y la información ajustada a los hechos no parece especialmente apta para captarla, otras especies pseudoinformativas pescan mejor en ese río revuelto. Por ejemplo: el bulo de que los inmigrantes haitianos de Springfield (Ohio) se comían los perros y gatos de sus vecinos. Era una mentira grotesca, pero sirvió a los fines de una campaña racista, que sintonizó con un malestar real, lo encauzó hacia un colectivo vulnerable y aupó a un candidato que ahora se dedica a deportar inmigrantes.
Es cierto que bulos de ese tenor han prosperado en otras épocas: uno de los relatos ya seculares para justificar el antisemitismo y los pogromos era que los judíos secuestraban y practicaban asesinatos rituales de niños cristianos para aderezar con su sangre el pan ácimo, o que violaban a jóvenes cristianas, y luego arias, para contaminar la raza. El periódico Der Stürmer, que alcanzó tiradas de hasta medio millón de ejemplares en la Alemania de los años treinta, daba pábulo a esos bulos (lean Síndrome 1933, de Siegmund Ginzberg). Su lema era “Semanario de la lucha por la verdad”, lo cual nos recuerda que los falsarios han presumido siempre de aquello de lo que carecían. Donald Trump, para defenderse de los que, como The Washington Post, señalaban puntualmente sus mentiras -treinta mil en cuatro años de su primer mandato, veinte al día- y vengarse de la red que canceló su cuenta cuando alentó desde ella un golpe de estado en enero de 2021 con el bulo de que le habían robado las elecciones, creó una red social paralela, adivinen cuál. Claro: Truth Social. El primer paso es embarrar el campo para que no sepamos ni dónde están los límites ni la portería contraria, como aquello de los “hechos alternativos” de la primera administración Trump. El segundo es llegar con la manguera a presión y entonces enseñarnos dónde está la Verdad, como esas tablas de Excel que desplegó Trump con los aranceles a cada país como si fueran las tablas de la ley y él un Moisés sin barba y teñido de naranja ante los ojos atónitos de creyentes e idólatras. El tercero es hacer ajustes en las tablas a conveniencia, como un trilero con el vaso de la bolita, un sobre-cogedor o, mejor, un mafioso con el pizzo que exige por ofrecer protección.
Pero si la desinformación ha sido también poder en otros tiempos, ¿por qué habría de ser distinta hoy? Se me ocurren varias razones, pero expondré solo una, que es a la vez cuantitativa, cualitativa y dialéctica. Uno estaría tentado de decir que a día de hoy abruma el volumen ingente de poder gestionado por agentes de desinformación, y no tanto por acumuladores de información reservada. Pero la desinformación se nutre de información previa, recolectada en una extensión, intensidad y precisión nunca alcanzadas antes. La verdadera “información reservada” y opaca en tiempos de sobreabundancia informativa, la que se mantiene en estricto secreto, es precisamente la que no está destinada a nuestros ojos ni nuestro entendimiento, la que no podemos humanamente procesar. La del algoritmo que convierte nuestras incesantes microdecisiones ante las pantallas, por banales que sean, en perfil psicográfico y en grafo social, y por lo tanto en recomendación de más productos del género. Pero de qué género infiere la máquina que son mis querencias digitales, eso deberíamos preguntarnos: que nos den nuestro retrato robot dibujado y explicado. Qué le damos a la máquina para que nos pague con esa moneda falsa.
A lo mejor nos llevábamos una sorpresa. ¿Resistiríamos confrontarnos con ese retrato cuyos rasgos generosamente le confiamos al móvil, como un Dorian Gray en penumbra, en el fondo del black mirror? ¿Soportaríamos compartir nuestro historial de búsquedas con nuestros allegados? No, ni falta que hace. Pero que no se nos olvide que ese espejito mágico en el que nos miramos desde buena mañana ha predicho ya ante qué contenidos y enfoques pasaremos más tiempo, otorgaremos más likes, comentarios, compartiremos más, qué ideas que defendemos o aborrecemos nos harán tilín ante una cita electoral o qué productos o servicios que se nos ofrecen darán más en la diana. Con ese retrato en la mano se pueden confeccionar noticias (con anuncios adjuntos) cuya veracidad o falsedad es una variable que no interesa al algoritmo: lo que importa es captar la atención y mantenerla ocupada.
La desinformación, dicho en pocas palabras, es el prejuicio hecho noticia, noticia que viene a confirmar en círculo vicioso la solidez del prejuicio y a disfrazarlo de juicio. Eso es lo que ha sido siempre. Lo nuevo es que cedemos graciosamente información sobre nosotros mismos, y cada vez más nos viene de vuelta como desinformación sobre el mundo de ahí afuera. Como si el ruido y la furia que nos laten en lo más íntimo se hicieran carne de repente en la breaking news. Eso sí, hasta con las noticias falsas sobre el mundo de ahí afuera algo se mantiene inconmovible: las cosas (a la venta) del mundo que las acompañan son en cambio increíblemente precisas.
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