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Nota al pie

La esperanza de Pasolini

Pier Paolo Pasolini

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Meses después de que Pier Paolo Pasolini estrenara su versión parcial del Decamerón de Boccaccio, que ganó un premio especial del jurado en la 21ª edición del Festival de Berlín (1971), el periodista y escritor Enzo Biagi lo entrevistó en su programa de la RAI 1, Terza B, facciamo l’appello. En determinado momento, Pasolini afirmó que en la televisión no se puede decir la verdad y, cuando Biagi se lo discutió, replicó esto: «No, no, porque me acusarían de difamación, de denostar el fascista código italiano». Tras cuarenta minutos de grabación, la RAI detuvo el programa, lo sustituyó por una repetición de un combate de Mohamed Alí y Jimmy Ellis y lo dejó en el limbo de la censura hasta el asesinato del gran poeta y cineasta. El propio Biagi descubriría más tarde que Pasolini estaba en lo cierto, aunque en su caso no se usaran excusas tan rimbombantes y esclarecedoras como el de una denuncia por «instigación a la desobediencia y propaganda antinacional».

Pasolini metía el dedo en la llaga, y lo metía del modo más imperdonable posible, el del mito griego que Christa Wolf afrontó en 1983 (Casandra); pero, a pesar de que aquella entrevista contenía presagios que el tiempo demostró y sigue demostrando desgraciadamente correctos (asociados todos a «la civilización de consumo, la auténtica revolución de la burguesía»), insinuaba una salida por el lado de lo que se resiste a su conversión en producto, con su concepción de la poesía como modelo. 

«Hay cosas que el sistema no puede asimilar, no puede digerir», había dicho a Giuseppe Cardillo en la conocida entrevista neoyorquina de 1969; «se puede leer miles de veces un poemario y no consumirlo» (Pasolini rilegge Pasolini, traducido por última vez al castellano en La poesía no se consume). Desde su punto de vista, lo consumible es el libro, el objeto físico; y, a veces, en las circunstancias adecuadas, los versos de ese objeto se rebelan y consumen el mundo o, por lo menos, lo sacuden unos instantes, como corroboró hace unos días un sector de la prensa británica al celebrar el cuarenta aniversario del escándalo de V, del poeta inglés Tony Harrison: en 1985, la London Review of Books decidió publicar un poema que, huelga decirlo, leyeron pocas personas; sólo era eso, un poema en una revista, cosas de cuatro gatos, y habría tenido la subterránea y silenciosa suerte de la mayoría de los poemas si en 1987 no hubiera encontrado un hueco televisivo en el Channel 4, que entonces ejercía de alternativa a las cadenas principales.

Desde luego, el formato resta algún interés al asunto; en primer lugar, porque no tiene nada de particular que los medios de masas lleguen a masas —lo raro es que les interese la poesía— y, en segundo, porque los espectadores no se toparon con un poeta recitando en directo, sino con un corto del director Richard Eyre; pero, descontado ese factor, lo cierto es que una sencilla sucesión de cuartetos de rima trenzada y título críptico (V) provocó una ventolera que aún se recuerda en Inglaterra.

El motivo aparente, lo que alegaron los 121 miembros del Parlamento que se opusieron a su emisión y los periódicos y moralistas que iniciaron las protestas, fue el carácter supuestamente obsceno del texto, que incluía unos cuantos tacos de uso común (fuck, cunt, wanker, etc.) y bastantes insultos de los que se dedican unos desclasados a otros por el calderoniano delito de «haber nacido»; el motivo real, que el poema había hecho lo mismo —a pequeña escala y salvando las distancias— que el Get Carter de Mike Hodges en el cine británico: representar a la sociedad no representada y hablar de ella, de lo que estaba pasando, de la forma en que se expresaba, de lo que no aparecía en los medios ni en los espacios de la cultura oficial, violencia, exclusión y desarraigo incluidos. Un hombre visita la tumba de sus padres en el cementerio de Beeston Hill y descubre que las ruinosas lápidas están llenas de pintadas, con esvásticas, uves de Victoria e improperios cruzados a múltiples bandas: eso es V, la indignada e irónica respuesta de un loiner (nativo de Leeds) a una absurda profanación en tiempos de la huelga de los mineros y del there is not alternative (no hay alternativa) de Margaret Thatcher, que sobrevivió y creció. Nada particularmente incendiario; nada particularmente innovador; salvo que la verdad siempre es nueva frente a la vejez de la mentira y, si está oculta tras una cortina y alguien la entreabre, «con sus olas de fuego» deslumbra (Byron, Última lamentación). 

La Historia del arte está llena de obras e incluso poemas sueltos que escandalizaron (Harrison) o contribuyeron a cambiar sociedades y acelerar procesos. En general, los Augustos occidentales del siglo XXI no destierran a los Ovidios por un Ars Amatoria, si es que lo desterró por esa razón y, en general, tampoco se acaba con el cadáver de Pasolini en un descampado de Ostia. Sin embargo, y al contrario de lo que venden los cuentos de hadas, no se debe tanto a un avance de las costumbres políticas como al hecho de que es prácticamente imposible que un Ovidio o un Pasolini alcance la notoriedad necesaria para que el poder lo considere un peligro; excepciones aparte, la creación artística ha perdido la influencia que tuvo hasta bien entrado el siglo XX, aplastada por los «medios de control» que decía Marcuse en El hombre unidimensional (en esencia, la superestructura mediática y la maquinaria industrial de la imagen) y, en consecuencia, ha quedado reducida a adorno o capricho marginal a efectos sociales, por mucho que la novela o el cine y sus metagéneros salven algo las apariencias.

Se mire como se mire, el problema de la creación implica el problema del público y, cuando los medios y el sistema educativo lo forman para que desee y valore más un ladrillo que un buen poemario —dejemos los malos al margen— la catástrofe está asegurada. Ningún autor trabaja para el vacío: necesita interlocutores, contrapartes y, si las contrapartes para las que hablaba se han reducido a sectores minoritarios o han dejado de existir, se entenderá lo que confesó Pasolini a Biagi en la entrevista de Terza B: «La palabra esperanza se ha borrado de mi vocabulario».

Por fortuna, los sistemas tropiezan tanto como las personas que los sostienen o sufren, y a veces se estampan contra casos como el del poeta inglés; por desgracia, ningún tropiezo termina en el huracán de la irrupción del movimiento punk o la de sus padres literarios (John Osborne, Arnold Wesker, Harold Pinter, Philip Larkin, etc.) en ausencia de estos y, si eso es válido para la cultura, lo es para la política, con independencia de que su autoría sea teóricamente más plural. «El nuevo tipo de lengua, la lengua de la producción y el consumo», escribió Pasolini en Nuevas cuestiones lingüísticas (1964), «es implacablemente determinista: se limita a comunicar funcionalmente; no quiere ni abogar ni exaltar ni convencer: para eso están ya los eslóganes publicitarios». Quien quiera revertir la situación —vino a decir— debe empezar por ahí.

Todo es lenguaje, y en opinión del inigualable autor de Bolonia, no se puede luchar contra la desvalorización de la cultura sin luchar contra un elemento que es causa y efecto de ella: la uniformización expresiva, que la globalización ha desbocado con su necesidad de homologar desde los géneros hasta los idiomas, pasando por el modesto argot. Entre tanto, «moriré yo, morirá mi editor, moriremos todos nosotros, morirá toda nuestra sociedad, morirá el capitalismo; pero la poesía seguirá siendo inconsumible».

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