ANÁLISIS

Jóvenes que reniegan de la democracia mientras el estigma de la dictadura y del extremismo de ultraderecha se diluye

14 de enero de 2025 21:48 h

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La democracia agoniza en todo el mundo. Esta afirmación puede sonar alarmista y nos lleva a la siguiente pregunta: ¿qué implicaciones tiene? ¿No habrá elecciones? ¿Se criminalizará a la oposición? Si estos son los parámetros, la Rusia de Vladímir Putin sigue siendo una democracia. Seis partidos políticos están representados en la Duma Estatal, su parlamento federal, y hay más de 20 partidos políticos registrados. Sin embargo, coincidirán conmigo en que Rusia no es una democracia. De hecho, es un país que ha pasado del autoritarismo al totalitarismo. En estos momentos, no se habían registrado tantos ciudadanos rusos perseguidos por su actividad política desde los tiempos de Stalin.

No cabe duda de que la confianza en la democracia está en declive. Un estudio reciente muestra que uno de cada cinco británicos menores de 45 años cree que el mejor sistema para dirigir un país de forma eficaz es “un líder fuerte que no tenga que lidiar con unas elecciones”, frente al 8% de sus homólogos de más edad. Este resultado es un reflejo de la tendencia a lo largo y ancho del mundo. Un estudio llevado a cabo por investigadores de Cambridge en 2020 examinó las actitudes en 160 países y descubrió que las generaciones más jóvenes “están cada vez más desilusionadas con la democracia”. Y según un estudio del Pew Research Center de 2024, casi dos tercios de los ciudadanos de 12 países de renta alta no están satisfechos con la democracia, comparado con algo menos de la mitad en 2017.

¿Por qué está pasando esto?, parte de la respuesta está en un modelo económico que genera estancamiento e inseguridad. El estudio de Cambridge indica que uno de los principales motivos de descontento entre los jóvenes es la exclusión económica. De hecho, el caso de Rusia es muy ilustrativo. Al desintegrarse la Unión Soviética, el nuevo presidente ruso, Boris Yeltsin, declaró en 1990: “Podemos garantizar que el nivel de vida de la gente no descienda, y de hecho debería aumentar con el tiempo”. En cuatro años, los ingresos reales de los rusos se redujeron a la mitad, con 32 millones de rusos sumidos en la pobreza debido a las políticas de terapia de choque. En 2021, sólo el 16% de los rusos apoyaba “el modelo occidental de democracia”. Las turbulencias del capitalismo de libre mercado se presentaron bajo la bandera de la democracia, produciendo un sentimiento de desilusión que Putin ha sabido explotar hábilmente.

Reino Unido no ha sufrido los horrores de la Rusia de los noventa. Pese a ello, una combinación nefasta de políticas económicas neoliberales y austeridad ha golpeado a los jóvenes. El thatcherismo prometió libertad y en su lugar trajo inseguridad. Los empleos seguros se han evaporado, los alquileres se han disparado, los salarios han caído, los servicios públicos para la juventud se han ido reduciendo y los licenciados arrastran deudas inasumibles del pago de la universidad. Los jóvenes han sufrido las consecuencias de políticas que no fueron votadas por la mayoría de ellos. No es de extrañar que a los jóvenes británicos y a sus coetáneos de otros países que han sufrido en carne propia las consecuencias del neoliberalismo la democracia les parezca cada vez menos atractiva. En Francia, por ejemplo, casi un tercio de los jóvenes aseguran haber perdido la confianza en la democracia.

Pero hay algo más. Por ejemplo, en Estados Unidos. Los años 60 y 70 ofrecieron un terreno fértil para que una figura como la de Trump pudiera surgir y triunfar. En primer lugar, la crisis de la economía: una mezcla tóxica de inflación elevada y crecimiento estancado. Hubo una agresiva reacción racista contra el movimiento por los derechos civiles, así como disturbios en todo el país. La delincuencia violenta se disparó hasta niveles muy superiores a los actuales, y entre mediados de los sesenta y finales de los setenta, los homicidios se duplicaron. Tras la muerte de casi 60.000 soldados estadounidenses en la guerra de Vietnam, el conflicto terminó con una humillante derrota, y la percepción generalizada de que Estados Unidos era una potencia en declive. La reacción contra la izquierda fue mucho más masiva, como lo demuestra el “motín de los cascos” del 8 de mayo de 1970, cuando cientos de trabajadores de la construcción y trabajadores de primera línea del Bajo Manhattan atacaron violentamente a los manifestantes pacifistas en Nueva York.

En Estados Unidos, la figura política más parecida a Trump hasta su irrupción había sido George Wallace, un político demócrata y nacionalista blanco que fue gobernador de Alabama durante cuatro mandatos. De hecho, menos burdo y demagógico que el actual presidente electo. Wallace obtuvo un 13,5% en las elecciones presidenciales de 1968, y Estados Unidos acabó con Richard Nixon y luego con Ronald Reagan, un derechista de una estirpe bastante diferente. De hecho, en los años treinta Estados Unidos mostró mucha más susceptibilidad a las simpatías fascistas que en los años sesenta y setenta. El sacerdote Charles Coughlin, que simpatizaba con los nazis, presumía de tener 30 millones de oyentes en su programa de radio en los años treinta, cuando la población del país no llegaba a 130 millones habitantes. Una encuesta sugería que sólo era superado en popularidad y poder por el presidente Franklin D. Roosevelt.

¿Qué ha cambiado? La sombra de la experiencia fascista de los años treinta, que condujo a la Segunda Guerra Mundial y al genocidio, ha perdido su poder. Ha disminuido el estigma de la dictadura y del extremismo de extrema derecha. Por muy desilusionados que se hubieran sentido los votantes estadounidenses de los años setenta, no se hubieran sentido atraídos por Trump, ya que lo hubieran rechazado por tener un olor similar a Mussolini o parecerse demasiado a Hitler. Ahora este temor se ha evaporado.

La democracia bajo el capitalismo siempre ha estado fuertemente restringida por los intereses corporativos y los plutócratas que han disfrutado de mucho más poder que el votante medio. Cuando el capitalismo entra en crisis, como ocurrió en 2008, sus profundos defectos alimentan la furia popular. La clave es quién se aprovecha de esta ira. Uno de los principales peligros es que la extrema derecha ascendente ha desarrollado una estrategia devastadora en las redes sociales, radicalizando a un número cada vez mayor de seguidores, mientras que la izquierda está a años luz.

A la población no le falta razón cuando se enfurece. Sin embargo, dirige su ira hacia los objetivos equivocados. La confianza en la democracia se está desmoronando por culpa de un sistema económico fallido, y a menos que se ofrezcan respuestas convincentes a esta crisis, este sentimiento puede resultar fatal.

Traducción por Emma Reverter