La palabra más perversa

James David Vance dice que la libertad de expresión está en retroceso en Europa. Así, literalmente. Y lo dice en Alemania, ante los dirigentes europeos. Por supuesto, sus palabras escandalizan al auditorio. Se interpreta, correctamente, que el vicepresidente de Estados Unidos se refiere a la libertad de expresión desde un solo ángulo: el que favorece la difusión de ideas, mensajes y mentiras de la ultraderecha, en la que él mismo se alinea junto a sus dos jefes, el presidente Donald Trump y el magnate Elon Musk.
Supongamos que, en su discurso ante los asistentes a la Conferencia de Seguridad, Vance se refirió a Europa en su calidad de bastión del progresismo. En comparación con los nuevos mandamases de Washington (o con el de Rusia, o con el de China), hasta la italiana Georgia Meloni, procedente del fascismo, parece “woke”. Según se han puesto las cosas, la Unión Europea constituye hoy la cumbre de la civilización. Y se enfrenta a gravísimas amenazas.
Sin embargo, pese a sus razones espurias, Vance tenía algo de razón. No es verdad que falte libertad de expresión, no es verdad que ya no se puedan hacer chistes o comedia. Sí son verdad las dificultades para describir (o sea, para encarar) determinadas realidades incómodas.
Algunos creemos que, por razones sin duda justas y encomiables, como la protección de las minorías y el rechazo al racismo, las fuerzas del progreso (en Europa y en cualquier otro lugar donde aún no se haya consumado la restauración decimonónica en curso) llevan tiempo renunciando a una parte de su identidad. Esa parte que consideraba la crítica a los poderes establecidos y a las clases dominantes un factor esencial para cualquier mejora de la sociedad. Quizá porque, hasta cierto punto, el progresismo, o la izquierda en términos más simples, ha adquirido ciertos poderes y cierto dominio.
Si hubiera que concentrar las dificultades de la izquierda en una sola palabra, como ejemplo, esa palabra sería “islamofobia”: no existe un vocablo más perverso. En su sentido literal, vendría a definir un terror irracional (según la acepción más común de “fobia”) hacia la religión musulmana. Quizá alguien padezca de eso, no lo sé. En general, las críticas a cualquier religión son de lo más racionales. Y cualquier religión, en cambio, contiene altas dosis de irracionalidad. El laicismo y la crítica frontal a las religiones solían formar parte del patrimonio de la izquierda.
No existen palabras de uso frecuente para quienes se carcajean de esos cristianos convencidos de que su dios creó el mundo hace unos pocos miles de años; unos cristianos, por cierto, que en sus distintas variantes han contribuido no poco al éxito de Donald Trump y de Vladimir Putin. Sí existe lo del “antisemitismo”, que se inventó para definir un horrendo fenómeno histórico que culminó en Auschwitz y ahora se arroja a la cabeza de quien se ríe de un país, Israel, que basa su presunto derecho a la conquista y el exterminio en un regalo personal que presuntamente hizo su dios. (Los palestinos, por cierto, son más semitas que los judíos asquenazíes). Y en cuanto alguien deplora la extensión hacia el ámbito público de la religión musulmana (igual que se deplora en el caso de la religión cristiana), por no hablar de los demasiado abundantes casos de fanatismo violento, se le llama “islamófobo”.
Jugar con las palabras resulta peligroso a veces. La ultraderecha ha abusado de la cuestión religiosa para encubrir lo que no es sino racismo y xenofobia, o más bien aporofobia (ahí sí hay elementos irracionales), pero con subterfugios no se va a ninguna parte. Sospecho que cada vez que se tilda de “islamófobo” a un político de ultraderecha, ese político gana votos.
Tampoco funcionan las omisiones. Algunos medios informativos, como este en el que me permiten escribir, en determinadas piezas (usualmente referidas a delitos) prefieren no indicar la etnia o la religión de los protagonistas. Tiene su lógica. Sin embargo, los lectores pueden pensar que se les escamotea algo. Ese algo es rellenado inmediatamente con el último bulo que llega al móvil: los criminales siempre son extranjeros y musulmanes.
El progresismo se ha hecho mojigato. Hasta el punto de convertir el racismo, el odio y el nacionalismo barato en banderas de rebeldía, de inconformismo, de transgresión. Lo esencialmente despreciable se reviste de sinceridad heroica. No hace falta preguntarse por qué tantos jóvenes votan a la ultraderecha. Hay que preguntarse qué hacer para revertir esa tendencia.
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