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La cultura del esfuerzo

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Si usted no es millonario/a, no le dé más vueltas: usted no se ha esforzado; o, dicho de otra manera, ha elegido la holgazanería como modo de vida, así que no se queje y agradezca a cualquier millonario su esfuerzo para mantener a tantos millones de maulas que no merecen el traje que los cubre y la mansión que habitan, el pan que los alimenta y el lecho en donde yacen. Si su frente es una catarata de sudor y, a pesar de ello, no llega a fin de mes, sepa que es por su culpa, por su culpa, por su gran culpa, y ruegue a vírgenes, ángeles y santos.

Usted sabe que todo esfuerzo tiene su recompensa, pero tal vez ignora la sufrida tenacidad del millonario, no del desahogado o del rico, que esas dos categorías están al alcance de cualquier mindundi con un poco de vista y suerte, no: del mi–llo–na–rio. El millonario es persona de esfuerzo comedido, se podría decir que trabaja en un horizonte de mínimos si se compara con el multimillonario, categoría máxima que escapa a la capacidad cognitiva del resto de los mortales. Se podría inferir que el multimillonario es un millonario inasequible al desaliento.

Quien no es millonario no se puede hacer una idea de las kilocalorías que consume un cuerpo durante el proceso de despido de 3 ó 4.000 personas para que las cuentas luzcan beneficios espectaculares, ni podrá imaginar el insoportable dolor articular inferido por el desalojo de cientos de familias para dedicar sus viviendas a alojamientos de temporada, ni conocerá nunca los vértigos sufridos por quienes multiplican por 700 en el lineal del súper el precio pagado por la cosecha al agricultor, ni sufrirá por cargar los beneficios caídos del cielo sobre sus espaldas.

Quien es de origen plebeyo seguramente no comprenda que la riqueza, como la nobleza, también puede ser hereditaria. Existen millonarios de cuna, estirpes cuyas fortunas hunden sus raíces en actividades llevadas a cabo a lo largo de generaciones con variedad de esfuerzos no siempre legales que el paso del tiempo acaba legitimando. Hubo tiempos en que el mundo abundaba en hijosdalgos (nobleza no titulada) e indianos (emigrados a América para buscar fortuna que allá se hicieron ricos). Suelen ser haciendas libres de impuestos, ética y esfuerzo.

Quien no es millonario no comprenderá que las necesidades humanas son oportunidades de negocio, como la salud, la educación o la vivienda… como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto. Los esfuerzos para vender la naturaleza suelen abusar de la colaboración pública y privada, privatizando beneficios y socializando pérdidas. La ignorancia tiende a equiparar el esfuerzo del científico descubridor, inventor y/o desarrollador con el del programador de obsolescencia, pero no: a quien se reconoce el esfuerzo suele ser éste último.

Quienes no son millonarios aplauden con envidia a quienes les han programado la vida para que se sientan reyes del mambo con un sofá por trono, un móvil por cetro y el consumo por corona. Tienen mérito los millonarios que consiguen llenar los hogares de paquetes de Amazon, poner la mesa con Glovo o cobrar por ver la tele y lo hagan sin que su agotada clientela cuestione el precario sistema que hace posible tal prodigio: contratos precarios, esfuerzo mal pagado, derechos recortados y orinar en botellas bajo el ojo fiscalizador del esforzado CEO.

Quien no es millonario no valora los riesgos inherentes a su actividad cotidiana como el de padecer melanoma por sobreexposición a rayos UVA en una cabina de bronceado o en las Maldivas, el de sufrir lesiones de espalda esquiando en Saint Moritz, el de ser fulminado por un infarto, el de sucumbir a una toxicomanía, el de ser agredido por algún damnificado de sus actos o el de contraer artritis en los dedos por pelar marisco. Todo ello sin menoscabo de padecer los avatares y padecimientos que pueden afectar al más mísero (y vago) de los mortales.

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