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Los diagnósticos de autismo se han cuadruplicado en diez años: “Muchas familias no se lo esperan”

Los diagnósticos de autismo se han cuadruplicado en una década.

Daniel Sánchez Caballero

10 de marzo de 2025 22:09 h

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En la última década, los diagnósticos de autismo se han multiplicado por cuatro en España. A falta de una estadística específica sobre la prevalencia del autismo, el indicador más fiable son las matriculaciones en el sistema educativo, por donde pasan todos los niños. Y la evolución de este dato muestra cómo han subido los casos: en 12 años se ha pasado de 19.023 alumnos/as en todo el país en el curso 2011-2012 con lo que entonces se definía como “trastornos generalizados del desarrollo” a los 78.063 estudiantes que había en el curso 2022-2023, el último con datos en el Ministerio de Educación. Es una subida del 310,36%, cuatro veces más hoy que entonces.

Históricamente se consideraba que el autismo afectaba al 1% de la población; el CDC estadounidense (Centers for Disease Control and Prevention) trabaja ahora con una incidencia de un caso por cada 36 personas, tres veces más.

La primera pregunta sale sola: ¿hay más incidencia o es solo que ahora se detecta más? Fernando Martín, neuropediatra del Hospital Niño Jesús y coordinador del grupo de trastornos del neurodesarrollo de la Sociedad Española de Neurología Pediátrica (Senep) comenta que “la principal causa parece que es la mejora en el diagnóstico y la concienciación. Estamos diagnosticando más y estamos diagnosticando antes. También se ha ampliado lo que es el espectro. Se diagnostican más casos leves que antes, de lo que llamaríamos condición autista (pueden no llegar a tener tanta gravedad, aunque pueden tener repercusiones)” frente a lo que sería el Trastorno del Espectro Autista (TEA), un término que no agrada a muchos profesionales y familias por el estigma que carga.

María Verde Cagiao, psicóloga del área de investigación de Autismo España, coincide con Martín y explica que “los criterios diagnósticos han cambiado muchísimo, abarcan más variedad de perfiles de personas. Se ha flexibilizado la mirada profesional y clínica y hemos aprendido que también son autismo cosas que antes se decía que no lo eran”. Ninguno de los dos menciona espontáneamente el incremento en la edad de tener hijos u otros “factores ambientales”, como la contaminación, motivos con los que se especula en ocasiones y que, preguntada, Verde Cagiao no descarta, pero que por el momento al menos no tienen evidencia concluyente detrás.

La sorpresa de las familias

Esta nueva concepción del autismo, más amplia, sorprende a muchas familias, cuentan los profesionales. “Hay muchos mitos y una imagen social construida respecto al autismo que es bastante divergente de la realidad”, explica Cagiao. “Muchas familias no se lo esperan, ni siquiera piensan que el autismo pueda ser una posibilidad, y cuando se les empieza a hablar de esto no les encaja. Es muy habitual que se sorprendan [cuando reciben el diagnóstico], sobre todo en aquellos casos en los que el desarrollo del niño marcha con aparente normalidad, o incluso hacen cosas por encima de la media de sus iguales. Te dicen cosas como: ”'Si mi hijo leía con dos años, ¿cómo puede haber algo problemático?'“.

No fue el caso de Ana. Esta mujer observaba los comportamientos particulares que tenía su hijo desde que nació, lo que unido a la experiencia adquirida con la hija con autismo de su hermana, le hizo ver que algo no estaba bien del todo. “Era un niño muy poco reactivo ante los estímulos. Tampoco tenía angustia por separación cuando lo cogía quien fuera o, cuando empezó a crecer, tenía intereses muy restringidos. Se obsesionó con el aspirador, por ejemplo, hasta el punto de que no lo podíamos sacar. Alineaba objetos, solo quería los de un color. Y no señalaba, lo que al pediatra le llamaba la atención”, recuerda. De ahí al centro de atención temprana, donde les diagnosticaron retraso madurativo con especiales problemas en la comunicación y el lenguaje cuando el pequeño apenas tenía 18 meses.

Además de a más niños, los diagnósticos más afinados están permitiendo en los últimos años identificar como personas con autismo a adultos y especialmente a más mujeres y niñas, que históricamente han tenido una menor incidencia (o se han detectado menos casos). Esto se debe, según la psicóloga Verde Cagiao, a varias razones, entre ellas que las niñas suelen tener mejores competencias para la comunicación y la interacción social y mostrar menos conductas repetitivas y tienen más probabilidades de camuflar o enmascarar sus diferencias para encajar con sus iguales.

Para todas estas personas y sus familias averiguar por fin qué les pasa o por qué perciben el mundo de manera diferente ha supuesto un alivio, según explica Martín y corroboran ellas mismas, aunque a la vez se generan nuevas incógnitas. “Me daba algo de temor que fuera autismo, porque era algo desconocido para mí y, a la vez, me aterraba que no lo fuera porque seguiría sin esas respuestas que tanto tiempo llevaba buscando”, explicaba Sonia en este reportaje sobre autismo en adultos.

Adultos en sus propias carnes o madres y padres que de repente tienen un hijo o hija con autismo experimentan a la vez el palo del diagnóstico y la alegría del fin de la incertidumbre. Ana lo explica así: “Tener el diagnóstico fue un alivio, porque cuando tienes un nombre ya puedes empezar a hacer cosas. Pero a la vez me vine muy abajo también porque estaba a punto de dar a la luz a mi segunda hija”, cuenta. Para su familia ampliada fue duro de digerir, “sobre todo para la gente mayor, porque antes solo se diagnosticaban los casos más graves”, relata.

Su experiencia es que hay mucho desconocimiento de lo que es la condición. “La mayoría de la gente piensa en un niño autista de antes, que eran los casos súper agudos. Y no lo entiende, menos aún el diagnóstico por debajo de los seis años. Es muy desgastante porque las discapacidades neurológicas o sensoriales, como no son muy visibles, hay que explicarlas mucho. Con un niño ciego no hay que explicar nada. Pero los niños autistas, como todo el mundo, cuando tienen que estallar lo hacen en su lugar seguro. Eso también hay que explicárselo a los demás para que sepan qué hacer y qué no. Si no te quiere dar un beso o no te está contestando no le llames sordo. Entiende que su cerebro está procesando otra cosa, no está siendo maleducado”, pide. También admite que no todo es negativo, que cada vez hay más concienciación y visibilización.

Hay recursos, pero no tantos

El aumento de los casos diagnosticados se deja notar en el sistema educativo. “Es en este contexto donde más [casos] se detectan a raíz de observar al niño en relación con sus compañeros. Se ve que algo chirría, que hay alguna dificultad que se puede no estar viendo en casa, donde tampoco tienen comparaciones que hacer”, explica Cagiao. Las escuelas, llegado el momento, también serán capaces de atender, siempre generalizando, al menos relativamente bien a los niños con autismo, según Ana Cobos, presidenta de la asociación de orientadoras Copoe; el problema viene antes.

El periplo escolar de una persona diagnosticada con autismo empieza con las evaluaciones psicopedagógicas que hacen los equipos de orientación y el consiguiente dictamen de escolarización. Este informe, que realizan funcionarios de la comunidad autónoma de turno, es la base por la que la administración decide si el alumno en cuestión puede acudir a un centro ordinario con refuerzos, a un aula específica (aulas TEA, se llaman en algunas comunidades autónomas) o a uno especial, decisión que debe solo ser una opción cuando el resto de posibilidades están agotadas.

Las aulas TEA –con un puñado de niños y profesores especialistas– o los refuerzos en clase tensionan al sistema, y aunque siempre todo es mejorable, Cobos sostiene que en general el sistema ordinario atiende bien al alumnado con autismo. “No estamos en el peor momento de la historia en la atención a las necesidades educativas especiales”, asegura.

El hijo de Ana acude a un aula TEA y la madre está encantada. “Es una maravilla. Son cinco niños en Infantil y parte de la jornada la pasa con los niños neurotípicos”, cuenta. Otra cosa son espacios como los comedores, donde “no hay recursos específicos”, admite, y aunque en el colegio lo intentan poner en un rincón para que no le afecte tanto el ambiente, la realidad es que “hay mucho ruido”.

Ana cuenta que aunque en general está satisfecha con la atención, hay ciertos recursos que según cómo los quiera una familia, debe pagárselos ella misma. “El sistema te ofrece cosas, aunque a veces lo hace de manera tardía o lenta. Pero estos chicos necesitan rutinas y es habitual que haya que recurrir a lo privado”. Lo mismo ocurre en algunos colegios con el asistente o “sombra”, una figura de apoyo (como un intérprete para un sordo) que es habitual que corra a cargo de asociaciones de personas afectadas.

Los cuestionados dictámenes de escolarización

De vuelta a las evaluaciones psicopedagógicas, es con ellas donde aparece el primer problema, sostiene Cobos. Los equipos de orientación son raquíticos. La recomendación internacional es que haya un profesional por cada 250 estudiantes, relata; en España 800 alumnos comparten orientador. ¿Resultado? “Hay colegios donde llega un orientador un día cada dos semanas”, denuncia Cobos. El retraso en los informes y, por tanto, en los futuros refuerzos, se cuenta en meses.

Además, muchos colectivos proinclusión cuestionan estos informes con fuerza porque tienen una excesiva orientación médica y no tanto educativa. Cagiao no llega a señalarlos como responsables de todos los males, pero sí cree que son mejorables. “Tiene que haber algún sistema para poder prescribir los apoyos que se ajusten mejor a cada niño”, concede, “pero seguramente no se está haciendo de la manera que sería ideal porque hay una mirada muy médica, de déficit, de centrarse mucho en competencias curriculares cuando el alumnado con autismo lo que más necesita casi siempre son apoyos para la parte no curricular (participación social, etc.)”, opina.

Pero de momento –porque también hay jueces que los están cuestionando– estos informes se mantienen, y en ellos se apoya la administración habitualmente para derivar a algunos niños a centros de educación especial. Muchas familias están peleando esta decisión porque les amparan tanto la ley educativa actual como, desde hace años, la convención internacional de los derechos de las personas con discapacidad, que España tiene firmada y por tanto vigente, a nivel jurídico con más valor que una ley orgánica.

Así las familias están ganando. Ganan hasta el punto de que a base de repetir casos el Tribunal Supremo se ha acabado pronunciando: las administraciones educativas están obligadas a lograr la plena inclusión de los alumnos con discapacidad, la escolarización ha de hacerse sí o sí en un centro ordinario excepto en casos realmente excepcionales y debe mantenerse así, realizando las “modificaciones y adaptaciones (...) necesarias y adecuadas”, excepto si resultan una “carga desproporcionada o indebida”, que en ningún caso significa agotar las medidas disponibles sino las posibles.

Esta última parte la señalan expertos en estos procesos, como la Fundació Gerard, como fundamental. Las administraciones suelen hablar de lo disponible; la justicia alude a lo posible en un plan más teórico. A lo que podría ser.

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