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Pa la edad que tienes

Morenita, no te cabe ná pa la edad que tienes.
Eso te lanza un tipo por la calle cuando vuelves a casa después de tomarte unos vinos con amigas, las mismas con las que has compartido ya algunas décadas, las mismas con las que siendo una niñata, sedienta por descubrirte, criticaste a los puretas y con las que luego fuiste a bares de puretas a los treinta, a los cuarenta, ahora que los jóvenes os dicen: ok, boomers. Sientes ganas de preguntarle al tipo qué edad cree él que tienes –Pero, ¿qué edad crees que tengo, eh?–, cuántas son las arrugas de tu pecado y dónde está esa línea roja que os pintan a las mujeres (a los hombres, pocas veces) para merecer un exabrupto así, la edad ponderando tu mérito. Más allá de lo que detestas los piropos o cualquier comentario sobre tu cuerpo, tenga o no un cariz sexual, sabes que esto es un insulto vestido de halago. Lo que el tipo entiende como halago, claro. Un cumplido ambiguo conocido como negging. Pero lo que en el fondo te desconcierta es que la segunda parte de la frase te hiera más que la primera.
Acuérdate de cuando hiciste de canguro con niños que tenían pocos meses menos que tú: qué responsable eres para la edad que tienes. O cuando le diste clase a estudiantes de periodismo y había alguno que otro mayor que tú: qué trabajadora eres para la edad que tienes. O ahora, también, qué bien te quedan las trenzas para. O esa minifalda. ¿Hay también una edad idónea para que se erice la piel? ¿Para el temblor de tu barbilla y esa boca seca? ¿Para bailar en una pista desierta hasta caer rendida? ¿Para pasear de la mano y comerte la boca en una esquina?
Te sobrevuela el recuerdo inesperado de cuando estabas del otro lado de la preposición y el mundo era otro, ¿cuándo fue?, un día de clase o una reunión, en el que el tipo diez años mayor que tú entró en el aula tarde –¿o era la oficina?–, apresurado, y la atmósfera cambió de pronto, el aire con una viscosidad inaudita, nunca vista, una untuosidad impropia, los objetos adquiriendo una nueva luz y textura, una belleza exquisita, incluida tú sentada en una esquina mientras él pasaba a tu lado y te preguntaba cualquier cosa, como un “Hola” con olor a café. Cuando salisteis juntos, nadie cuestionó su edad en relación con la tuya sino la tuya en relación con la de él.
Vuelves a recordar lo que te ha dicho el tipo. Hoy, que es jueves y espera la cena y el cansancio sin reglas. Lo compartes con tu pareja. La edad como objeto arrojadizo del pensamiento ajeno, como la hoja de una navaja que no parece afilada, pero que nos corta, nos rebana las ganas al rozarnos el cuerpo, despacito, la hoja fría trazando las preguntas, qué más podemos hacer
Llegas a casa. Alguien está friendo cebollas y el olor entra por la ventana del ojo patio y por el escote de tu vestido. Pero hoy te ves guapa, más atractiva y ágil que nunca, a pesar de arañar los cincuenta o quizás por eso, a pesar del olor a cebolla o quizás por eso, concesiones y razones confundiéndose en la misma ráfaga de aire caliente.
Vuelves a recordar lo que te ha dicho el tipo. Hoy, que es jueves y espera la cena y el cansancio sin reglas. Lo compartes con tu pareja. La edad como objeto arrojadizo del pensamiento ajeno, como la hoja de una navaja que no parece afilada, pero que nos corta, nos rebana las ganas al rozarnos el cuerpo, despacito, la hoja fría trazando las preguntas, qué más podemos hacer, qué más podemos hacer, sino esperar a que nos rebane las cincuenta capas de piel que hemos ido amontonando sobre la primera, esa estúpida plegaria para en algún momento recuperar el lanugo brillante que nos envolvió al nacer y que nos limpiaron tras el primer llanto. Y musitar bajito que, al fin y al cabo, la cosa tampoco es para tanto y que –¿sabes?– hay un sosiego más punzante que el mismo paso del tiempo, la plenitud del declive a la que termina acostumbrándose un cuerpo vivo cuando siente que para algunos dejaste de ser una inversión y comienzas a ser hipoteca.
Y tú, que ya has enterrado a un par de amigos a pesar de no tener la edad para; que tienes colegas demasiado enfermos para la edad que tienen; a ti, que te tallaron una cicatriz de fuego en el pecho derecho y sentiste los colmillos del tiempo desgarrar la carne; tú, a la que hace unos días le redujeron la libertad provisional de un año a seis meses por mal comportamiento y que sabes que en otro tiempo, en otra edad, le hubieras gritado a aquel tipo con palabras bañadas en espuma blanca, no sabes por qué empuñas la navaja del tiempo y ríes a carcajadas repitiendo en voz alta sus palabras, sintiéndote estúpida y soez: No te cabe ná pa la edad que tienes.
Escuchas tu risa y piensas que es hermosa, que el arte de la edad es un arte mayor, es el arte de la vida. La intuición de que el decoro y la vergüenza será lo primero que devoren los gusanos cuando recorran tu cuerpo. Y que sostienes la vida sobre las ganas de vivirla, como escribió Cervantes cuando le quedaba poca vida y muchas ganas. Así que no importa, te dices, a quién le va a importar que a veces seas demasiado impulsiva para la edad que tienes. Demasiado deseante, demasiado sexual. Demasiado incoherente para la edad que tienes. Demasiado aburrida. Demasiado hambrienta. Demasiado salina. O descarada. No importa. Estás viva. Este jueves inopinado de cualquier mes de febrero ha mutado en unas intensas ganas de. Estás viva, viva, viva, te dices.
Con la edad que tienes.
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