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Toda la compasión (y un reparo)

José Bretón,  ante el tribunal que le juzgó en Córdoba. FOTO: MADERO CUBERO

Aristóteles Moreno

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No se puede dar voz a los asesinos

Ana Redondo Ministra de Igualdad

El periodista estadounidense Jay Cooke Allen tenía poco más de treinta años cuando el 27 de julio de 1936 se plantó en Tánger ante el general Francisco Franco. Nueve días antes el militar gallego había puesto en marcha un sanguinario golpe de Estado contra la primera democracia parlamentaria de la historia de España. En poco más de una semana, los militares rebeldes habían aniquilado ya a miles de personas en una operación de limpieza ideológica que perseguía borrar del mapa a lo que denominaron deshumanizadamente la anti-España.

-No puede haber ningún acuerdo. Ninguna tregua. Salvaré a España del marxismo a cualquier precio.

-¿Significa eso que tendrá que fusilar a media España?

-He dicho a cualquier precio.

Y eso fue lo que hizo. Solo en la retaguardia, Franco ordenó el exterminio de más de 150.000 seres humanos, aparte de los cientos de miles caídos en combate. Otro medio millón de exiliados fueron arrancados de su tierra. La mayoría no volvió. Jay Allen publicó la entrevista al golpista Franco en el Chicago Tribune. Hizo lo que era su obligación como periodista. Dio voz al asesino, si utilizamos la expresión acuñada días atrás por la ministra de Igualdad, Ana Redondo, para rechazar la publicación del libro sobre José Bretón. Y no a un asesino cualquiera. Sino a un asesino en serie, responsable de la muerte de cientos de miles de españoles y protagonista de la quiebra social más dramática de la historia contemporánea de nuestro país.

Truman Capote también dio voz a los brutales asesinos de la familia Clutter, ejecutada sin compasión en su propia casa de Holcomb, Kansas, en 1959. El escritor americano peinó documentos judiciales, examinó pruebas y entrevistó a decenas de residentes locales, incluidos los responsables materiales del crimen, Richard Hickock y Perry Smith. Con los asesinos desarrolló una compleja relación personal, que le proporcionó claves espeluznantes y esclarecedoras de la inquietante psicología humana.

De aquel proceso de indagación germinó una de las novelas fundamentales del siglo XX. A sangre fría se sumerge con la precisión de un orfebre en los mecanismos mentales que inducen a dos individuos a acabar con la vida de una familia entera en un pequeño pueblo de la América profunda.

Ruth Ortiz, madre de Ruth y José, los dos niños asesinados vilmente por su padre en octubre de 2011, nos merece absoluto respeto y toda la compasión. Tiene todo el derecho a reclamar justicia y a digerir su dolor sin que Bretón vuelva a reabrir sus abrasivas heridas. Por supuesto. También la ministra Redondo tiene toda nuestra admiración por su lucha incansable contra la violencia machista y el horror que genera.

Pero silenciar a los asesinos no borra sus crímenes ni darles voz convierte en cómplices a Jay Allen, ni a Truman Capote, ni a Luisgé Martín, autor de El odio, la obra que busca descodificar aquella monstruosidad que turbó nuestras vidas para siempre en octubre de 2011.

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