Espacio de opinión de Canarias Ahora
La perversidad de un sistema que castiga la vulnerabilidad de las madres jóvenes y extuteladas
La retirada de la patria potestad es una de las decisiones más drásticas que puede tomar la Administración Pública en relación con la infancia. En la mayoría de los casos, esta medida responde a situaciones graves de desprotección, donde la pobreza extrema se entrelaza con otros factores como el abandono, la negligencia, el maltrato, la privación de libertad, el consumo de tóxicos o la falta absoluta de redes de apoyo. En estos casos, que representan entre el 90 y el 95% de las tutelas en esta comunidad autónoma, la intervención de la entidad pública se hace imprescindible para garantizar el bienestar de niños, niñas y adolescentes en riesgo. Sin embargo, existe otra realidad menos visible: la de las madres a quienes se les arrebata a sus hijos no por incumplir sus responsabilidades parentales, sino por haber sido víctimas de un sistema que, al cumplir los 18 años, las deja a la deriva, sin recursos ni apoyo familiar.
Este fenómeno afecta de manera particular a aquellas mujeres que han estado tuteladas en su infancia y que, al convertirse en madres siendo aún menores de edad, se encuentran en una situación de vulnerabilidad. La Ley 26/2015, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia, dejó claro que la pobreza, por sí sola, no puede considerarse un indicador de desprotección. En consecuencia, la Administración está obligada a proporcionar los apoyos necesarios para que la madre pueda criar dentro de su entorno familiar. Sin embargo, la realidad con estas jóvenes hoy es otra.
Durante el conocido como Pacto de las Flores se impulsó un centro alojativo destinado a ofrecer un refugio seguro para estas jóvenes madres y sus hijos, garantizando así la convivencia familiar. Ahora, el cierre inminente de este hogar deja a estas mujeres sin una alternativa viable, condenando a sus niños y niñas a la tutela de la comunidad autónoma. Es decir, la misma Administración que debía proteger a estas familias las despoja de sus lazos afectivos, enviando a los niños y niñas a centros de protección o a familias de acogida.
Las decisiones técnicas que derivan en la retirada de menores de sus madres no pueden entenderse sin un análisis del contexto político en el que se producen. En muchas ocasiones, estas resoluciones no dependen exclusivamente de criterios profesionales, sino de la disponibilidad de recursos y del modelo de intervención que se imponga desde el poder político. Cuando existen políticas sensibles a la realidad de estas mujeres, se habilitan centros y recursos que favorecen la convivencia familiar. Cuando no los hay, el sistema se blinda en criterios burocráticos y se opta por la medida más drástica: la separación. Por ello, aunque el personal técnico actúe dentro del marco legal y siguiendo procedimientos establecidos, es innegable que la voluntad política condiciona de manera directa las opciones disponibles para estas madres y sus hijos e hijas.
Lo que resulta más preocupante es el paralelismo con las prácticas más oscuras de la segunda mitad del siglo XX en España, cuando la derecha conservadora, con su moral caduca y su profundo desprecio por la autonomía de las mujeres, promovía el robo de bebés. Durante décadas, figuras como Sor María Gómez Valbuena y el doctor Eduardo Vela decidieron quién merecía ser madre y quién no, arrebatando a sus hijos a mujeres pobres y entregándolos a familias acomodadas que no podían gestar. Aunque los métodos han cambiado, la esencia sigue siendo la misma: castigar la pobreza y la vulnerabilidad, negándoles a estas mujeres jóvenes extuteladas el derecho a criar y a maternar.
La historia nos ha enseñado que la tutela de la entidad pública sobre las personas menores de edad no siempre es sinónimo de protección, sino que, en demasiadas ocasiones, ha sido una herramienta de control y segregación social. Hoy, con un barniz de modernidad y discursos institucionales repletos de términos como “bienestar” y “protección”, la Administración perpetúa una dinámica injusta y despiadada. En lugar de garantizar recursos, apoyo psicosocial y medidas reales de acompañamiento, opta por la solución más simple y cruel: la separación.
Lo más indignante es la hipocresía de aquellos sectores (sin poner a todo el mundo en el mismo saco) que, desde sus púlpitos políticos y religiosos, se golpean el pecho cada domingo en misa mientras permiten que esta atrocidad continúe. Son los mismos que proclaman la defensa de la familia, pero solo cuando encaja dentro de su modelo burgués y patriarcal. A las mujeres jóvenes y pobres, en cambio, se les niega ese derecho. Porque su pecado no es ser malas madres, sino haber nacido en la fragilidad de un sistema que solo protege a quienes ya tienen privilegios.
El cierre de este hogar no es solo una decisión política y administrativa, es un atentado contra los derechos de estas madres y de sus hijos. Es la prueba de que la pobreza sigue siendo penalizada de la manera más cruel posible: arrebatando a una madre su razón de ser. Y lo más grave es que la historia se repite, con nuevas formas, pero con la misma injusticia de siempre.
Sobre este blog
Espacio de opinión de Canarias Ahora
0