Las fiestas populares

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Las fiestas de los pueblos ya no son del pueblo. Son “para” el pueblo y como tales deben ser llevadas a cabo por quienes dirigen al pueblo para que éste sepa quiénes los quieren bien y procuran su mayor felicidad. Eso dicen. Veamos las cosas con criterio. No tengo la salud mental de hace 40 años y no obstante sigo teniendo un gran instinto de conservación, lo que me permite observar con paciencia y detenerme en pequeños detalles. Observen un ejemplo: cuando la gente se tira al agua celebrando una fiesta tradicional de invierno, allá por las aguas frías del norte, el ayuntamiento ofrece calditos, barquillos y cava. Antiguamente era la abuela solícita la que nos traía el caldito caliente a la orilla del mar; ahora es el ayuntamiento el que organiza el reparto; que no es que sea malo el caldito, no, es que ya no es la abuela o el vecino o el padre de mi novio quien lo prepara y me lo trae.

El asunto tiene su aquello y debemos analizarlo con cierta frialdad. La mayoría de actividades a celebrar, sean musicales, literarias o teatrales, las organizan presidentes de gobiernos, cabildos y ayuntamientos asesorados por miembros de su equipo, parientes o amigos. Un grupo de señores y señoras muy sesudas se aplican en la gestión y nos organizan todo: eligen a quien les da la gana y preparan conciertos y meriendas a su criterio. El pueblo no opina, aunque parezca lo contrario. Celebraciones, carreras de motos, festivales de varias cosas, elecciones de mises, de machos alfa y demás concursitos con estrellas de colores y mucho vestido lamé con raja incorporada entre pierna y pierna, se celebran a criterio y decisión de las autoridades competentes. La verdad es que algunas de esas fiestas son muy culturales y festivas, pero ya no son lo que eran cuando estaban en manos del pueblo que organizaba las que más les gustaba y divertía. La gente se encargaba de manera gratuita de todo lo que había que encargarse: enramar su casa, adornar calles y balcones, coser los vestidos para el baile, construir con cartones las máscaras que se ponían, montar chiringuitos y casetas, etc., etc. Todo se hacía para celebrarlo con los vecinos; juntarse en un llano, en una plaza o en una carretera para bailar, disfrutar, y sentir que aquello que se había preparado era de todos y para todos. Cada uno había puesto lo que podía desde comida a telas para las banderas, desde varias garrafas de vino hasta un cochino entero asado en tierra para comer todo el mundo sin mirar a quién si o a quién no.

Ahora son las autoridades las que deciden qué nos divierte y cómo nos divierte. Ellos creen que a más llamativas las banderas, los colores, los cantantes o las ceremonias, más felices nos van a hacer. ¡Gran error! No nos gustan las fiestas que se desbordan en calles y plazas porque a mayor cantidad de gente menos se disfruta del otro, menos espacio para correr o reírnos; más ruido y menos verdad. El comercio gana, eso lo sabemos. Hay que vender, y si vendemos mucho la fiesta es buena. Los actos de una fiesta como la Bajada de la Virgen de La Palma, por ejemplo, no pueden perder su encanto y su dignidad sólo para que pensemos que a más público mejor será la fiesta. Esa fiesta es nuestra. Del pueblo de La Palma. Nadie puede arrebatarnos ese derecho ni nadie puede decidir lo que el pueblo palmero quiere y desea celebrar. No podemos confundir lo sagrado con lo profano ni la Bajada debe convertirse en una romería típica con trajes típicos, música típica y ventorrillos al uso, ni la Virgen debe mostrarse en grandes recintos como si fuera la coplera mayor del reino. La actuación de la Virgen entrando en el recinto del muelle y los enanos bailando, no es de recibo. Esa es una mala praxis y eso es tergiversar la verdad de esa fiesta. Ya hemos tragado bastante con los Indianos y la negra Tomasa para que ahora nos lleven a la Virgen a bailar con los enanos. Es de mal gusto y hasta blasfemo para muchos creyentes.

Vendemos entradas a miles para ver los enanos y los enanos se celebran en grandes recintos. Pero ya no son los enanos los que participan de nuestra sorpresa y nuestra alegría. Están lejos. Son como actores o cantantes de grandes espacios. Hay una utilización de mal gusto de nuestras fiestas y no sólo las religiosas, también las más populares. Quieren cambiarnos los textos, la música, la ropa, los gestos, las miradas. Quieren hacernos comulgar con ruedas de molino y no creo que ese sea un buen camino. Zapatero a tus zapatos. Los gobernantes a gobernar bien, que ya es difícil, y nosotros a organizarnos como nos dé la gana. Ellos a procurar el orden necesario y la honorabilidad de los actos, y nosotros a disfrutar de lo nuestro. Y nada de organizar el circo y pagar a los payasos con nuestro dinero para que nos divirtamos y nos quedemos ciegos, sordos y mudos de alegría. Metafóricamente hablando, claro.

 

Elsa López

31 de enero de 2025

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