Recordando a Julio Leal
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Hace unos días me enteré de la muerte de Julio Leal. Primero fue la impresión, después dolor y lastima como solo se siente cuando se van los seres queridos. Pronto empezaron a aparecer los recuerdos y las vivencias compartidas. Decía otro Julio, Julio Cortázar, algo así como que vivimos de los recuerdos, nos definen y nos hacen ser quienes somos. Con estas líneas pretendo compartir algunos de esos recuerdos que ayuden a evocar la memoria de un grande de la conservación de Canarias, aunque su nombre y su currículum apenas figuren en los medios y en los oropeles oficiales.
Conocí, casi de casualidad, a Julio Leal en el año 1987, en el vivero de Meriga, al borde del Parque Nacional de Garajonay. Entablamos una entretenida conversación que pronto derivó hacia intereses comunes relacionados con la laurisilva y su conservación. Me animó a que visitase La Palma y el bosque de los Tiles, del que era su guarda, ofreciéndome su casa y su hospitalidad, así era Julio. Al cabo de pocos meses aparecí por La Palma, recibiéndome con los brazos abiertos. Nos sumergimos en el fascinante bosque de sus desvelos, y allí pude darme cuenta de su amor, entusiasmo y dedicación a la naturaleza y su conservación. Su trabajo iba de conservación práctica, sobre el terreno, sobre situaciones y realidades muy concretas. Ahí queda, entre otros, su legado de creación de poblaciones de plantas amenazadas, hechas por su propia iniciativa y en buena parte con sus propias manos, algunas de las cuales me encontré hace pocos meses pateando por los montes de la isla. Entendía perfectamente, ya en aquel tiempo, antes de que existiesen planes o normas para la conservación, la necesidad de actuar para ayudar a sobrevivir a la naturaleza en peligro.
Julio sentía curiosidad y afán de conocer otras geografías. Así recorrimos, buena parte de Marruecos en su Toyota rojo en compañía de nuestro común amigo Ángel Palomares, donde por primera vez pisamos el desierto, los impresionantes cedrales… y coronamos el monte Toubkal. Siguieron otros viajes, a las sabanas africanas, ascendimos por el monte Kenia, admirando su increíble vegetación de altura. Siguieron el altiplano andino, la ceja de la selva con sus asombrosas tormentas y crecidas de agua, hasta llegar a la llanura amazónica. También las selvas ecuatoriales africanas o los impresionantes barrancos y cumbres de Santo Antao en Cabo Verde, con sus pequeños enclaves macaronésicos. También la isla de Madeira con su más familiar, pero también impresionante laurisilva. Buen observador, siempre dispuesto a sorprenderse y maravillarse y también buen compañero, atento a resolver las dificultades.
Vino en muchas ocasiones a La Gomera, por pura generosidad y amistad, dando apoyo y ayuda impagable sobre el terreno a equipos de investigación de la Universidad de la Laguna. Aquí, compartimos trabajo duro, frío, sudor y ceniza, pero también latas de sardinas, vino tinto y muy buenos momentos.
En fin, son muchas los recuerdos de las vivencias compartidas en las que nos ha regalado su infinita generosidad, su chispa, su vitalidad y su cariño.
Descansa en paz y un inmenso abrazo querido y entrañable Julio.
Ángel Benito Fernández López, exdirector del Parque Nacional de Garajonay
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