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Una trabajadora social de 35 años, María Belén, fue asesinada el pasado 9 de marzo en un piso tutelado de Badajoz, presuntamente a manos de tres menores a los que intentaba guiar hacia un futuro mejor. Este crimen no es solo una tragedia personal: es un grito de alarma sobre las duras condiciones en las que los educadores sociales de España enfrentan su día a día. Una profesión marcada por la precariedad, los riesgos y el abandono institucional, que, sin embargo, sigue siendo el sostén de la esperanza de miles de jóvenes vulnerables. Es hora de escuchar sus voces y actuar.
Los educadores sociales son mucho más que simples cuidadores. Son agentes de cambio que trabajan día a día para reconstruir vidas rotas a través de la resocialización, la autonomía y la reparación de vínculos afectivos. Inspirados en la pedagogía de Paulo Freire, median entre jóvenes en situación de crisis y un mundo que a menudo les da la espalda. En España, más de 40.000 profesionales, según datos del Consejo General de Educadoras y Educadores Sociales (CGCEES), luchan por esta misión, muchos de ellos en centros de protección a la infancia. Sin embargo, lo hacen en condiciones adversas. Mientras en Europa se recomienda un educador por cada cinco menores en casos complejos (EESC, 2018), en España estos profesionales se enfrentan a ratios de uno por diez o incluso más, como ha quedado dolorosamente evidenciado en el caso de Badajoz.
El desafío es inmenso. El Informe sobre Menores en Riesgo 2023 del Ministerio de Derechos Sociales revela que el 62% de los jóvenes en acogida tiene trastornos de conducta o antecedentes delictivos, una cifra que crece un 15% cada década. En el caso concreto de Badajoz, los menores implicados acumulaban antecedentes por agresiones y delitos graves. ¿Cómo puede un solo educador, sin apoyo y recursos suficientes, transformar esas vidas? La respuesta es clara: no puede hacerlo sin ayuda.
A todo esto, se suman condiciones indignas: sueldos bajos, contratos precarios y recursos escasos. En el piso tutelado donde murió María Belén no había seguridad ni cámaras de vigilancia, una realidad que los representantes de los trabajadores denuncian sin descanso. Un estudio de Rodríguez et al. (2021) lo confirma: el 78% de estos profesionales ha sufrido algún tipo de violencia. Son quienes trabajan en primera línea, pero sin escudo ni respaldo institucional.
Esto no es solo un debate sobre menores o leyes. Es un fallo sistémico que pone en jaque a quienes tejen la inclusión social. Los educadores sociales exigen más personal, formación específica en gestión de crisis, protocolos claros de actuación y programas que ataquen las raíces del problema: la pobreza, las familias desestructuradas y la exclusión social. La Ley Orgánica 8/2021 promete protección, pero sin recursos reales, se queda en papel mojado. La justicia empieza por dar a cada persona las herramientas necesarias para poder florecer. Hoy, ni los menores ni sus educadores cuentan con esas herramientas.
Llevo más de 20 años formando educadores sociales desde el Grado de Educación Social. He visto su entrega, su compromiso y su capacidad para cambiar vidas incluso en las peores circunstancias. Igualmente he visto su agotamiento, su frustración y su preocupación. No precisan solo aplausos: exigen ser pilares reconocidos de una sociedad que dice querer equidad. Razonadamente, garantizar su seguridad, dotarles de medios y devolverles la dignidad profesional no es un lujo, es una deuda histórica.
La muerte de María Belén nos interpela a todos. No basta con condenar el crimen: hay que actuar con responsabilidad y compromiso. Reivindicamos que su vocación y la de tantos otros, no sea sinónimo de sacrificio, sino de esperanza y transformación para quienes atienden y son atendidos. La sociedad no puede seguir mirando a otro lado. Es hora de responder con hechos.
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