De Logroño al mundo
A veces pienso que el tamaño del lugar donde crecemos conforma una escala de referencia con la que miramos el mundo y que permanece con nosotros aunque intentemos escapar de ella. Esa escala no es un conjunto de números abstractos sobre población, extensión o densidad, sino un mapa mental de distancias físicas y sociales: una estimación de lo que nos une o nos separa de una persona aleatoria con la que nos cruzamos por la calle; una representación de los mundos y submundos que conviven en un mismo espacio y tiempo.
Al poco de irme a vivir a Madrid, hace ya diecisiete años, empecé a experimentar una sensación de extrañeza ante la escala de la ciudad. Al principio era algo ocasional y más bien circunstancial: al llegar desde Logroño a una estación de Avenida de América llena de gente, me preguntaba de dónde vendrían y a dónde irían las personas con las que me cruzaba, y a veces me quedaba mirando al andén de enfrente pensando qué diablos hacía toda esa gente allí un domingo por la noche. No era curiosidad sino asombro, extrañeza, y esa sensación paradójica de soledad que produce estar rodeado de una multitud desconocida.
Con el tiempo esa extrañeza se fue solidificando y, unida a los inconvenientes más mundanos de las distancias físicas, me llevó a fantasear con la idea de un tamaño óptimo de ciudad que equilibrara las ventajas de la concentración de población y sus inconvenientes. Una función matemática que pudiera encontrar el punto intermedio óptimo entre la libertad del anonimato y la sensación de seguridad del tejido social compacto; entre las posibilidades teóricas de la oferta casi ilimitada y el aprovechamiento de lo concreto que favorece la conciencia de los límites.
En esas elucubraciones estaba cuando llegó la pandemia y redujo de un día para otro la escala de nuestras vidas. De repente la calle de al lado, la panadería de la esquina, la vecina que aplaudía a las ocho de la tarde en el balcón de enfrente cobraron una relevancia inusitada, después de años pasando desapercibidos en medio de una escala que a veces diluye lo más próximo. Como si el metro no sólo nos acercara a lo lejano sino también nos alejara de lo cercano y produjera así un mapa mental distorsionado de distancias físicas y sociales. La pandemia reordenó temporalmente ese mapa y el reencuentro con lo cercano lo fue también con esa escala de referencia que, óptima o no, nos persigue de algún modo aunque intentemos huir de ella.
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