La guerra que nadie podía perder (hasta que la pierda Ucrania)

Las guerras solo se conocen del todo en diferido, años y hasta décadas después. Pocas veces los contemporáneos tienen la información y la perspectiva histórica necesarias para entender el alcance de un conflicto. Incluso el nombre de cada guerra, el que quedará en los libros de Historia, suele ponerlo la siguiente generación: la I Guerra Mundial fue durante dos décadas la “Gran Guerra” (hasta que llegó la Segunda), e incluso en sus primeros años era la “Guerra Europea” (hasta que entró en ella Estados Unidos). Lo mismo cualquier guerra desde la antigüedad. Y siempre está el chiste aquel del soldado que se marchaba al frente diciendo “cariño, me voy a la Guerra de los Cien Años”.
No sabemos si la de Ucrania dentro de un tiempo se seguirá conociendo como Guerra de Ucrania, será numerada como I Guerra de Ucrania, degradada regionalmente a simple Guerra del Dombás, o elevada a Tercera Guerra Mundial. Tampoco sabemos con certeza sus orígenes y causas, ni su desarrollo o estado actual, pues hace tres años que recibimos más propaganda que información. Que nadie se escandalice por ello: desde el momento en que los europeos somos parte beligerante, nuestros gobernantes se ven obligados a legitimar la participación (135.000 millones de dólares en armas), dar por buenas sus consecuencias (un alto coste político, económico y energético para Europa) y mantener alta la moral de la ciudadanía.
Durante tres años nuestra narrativa oficial, y casi única, ha sostenido que se trataba de una agresión injustificada de Rusia, que Ucrania merecía todo nuestro apoyo, y que no había negociación posible ni más paz que la derrota de Rusia. De ahí nuestro desconcierto y casi pánico cuando, al cumplirse tres años de matanza, llega Trump y le da la vuelta a esa narrativa: reconoce los motivos de Rusia, cierra el grifo a Ucrania, y abre una negociación directamente con Rusia.
Fuera de la propaganda bélica de uno y otro lado, todos los analistas serios llevan más de dos años advirtiendo de que la guerra ha quedado estancada, y que la victoria ucraniana es una fantasía. Más de dos años enviando armamento (y hombres al matadero) no para una imposible victoria ucraniana, sino para impedir a toda costa una victoria rusa. Es decir, prolongar indefinidamente una guerra donde nadie podía ganar. O como se ha repetido muchas veces, una guerra que nadie podía perder: ni Ucrania, porque sería una derrota indirecta de Europa y Estados Unidos, que tanto han apostado; ni Rusia, pues se vería humillada y sentiría amenazada su propia existencia.
Y ahí estábamos, quemando armas, dinero y vidas en una guerra que nadie podía perder, hasta que de pronto parece que la va a perder Ucrania. Es decir, Europa. Pero no Estados Unidos, ya que el giro de guion ha venido de Washington, lo que tiene lógica: un gobierno norteamericano nos empujó a la guerra (por sus propios intereses), y otro gobierno norteamericano nos empuja ahora a la paz (por sus propios intereses). En los dos casos, la factura principal la pagamos los europeos. Y por supuesto Ucrania, devastada y desangrada para nada.
Quienes llevamos tres años rechazando la guerra y pidiendo esfuerzos negociadores (tachados siempre de pacifistas ingenuos o tontos útiles de Putin), deberíamos estar hoy contentos. Y lo cierto es que el fin de los combates y el cierre del grifo armamentístico sería una buena noticia. Pero no sabemos cuál será la paz resultante, si merecerá tal nombre, o si la posguerra acabará un día rebautizada como “período de entreguerras”, cuando dentro de años o décadas nos enteremos de qué ha pasado en Ucrania, en Rusia, en Europa y en el mundo en los últimos tres años.
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