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El logo, una cuestión de estado (y de estética)
Siempre he ofrecido cierta resistencia ante el axioma «la historia se repite», quizá por la emoción que percibía en quien lanzaba ese eslogan, como si estuviera anunciando algo verdaderamente novedoso y extraordinario.
Pero, ¡caramba, otra vez!
Una de las primeras medidas de Trump al llegar a la Casa Blanca ha sido cambiar el logotipo de la Casa Blanca. Nada más y nada menos.
Qué tiempos aquellos en los que los emperadores romanos crearon, casi sin querer, todo un estilo escultórico basado en la exaltación de su propia imagen, creando también las primeras campañas de publicidad y marketing que tenemos documentadas.
En esta ocasión, Trump no ha dejado títere sin cabeza y ha empezado por lo más importante: crear un mundo a su imagen y semejanza. No se me ocurriría sugerir que el cambio es baladí ni pretendo siquiera mofarme de su decisión. Todo lo contrario. Entiendo perfectamente los motivos. ¡Aquí estoy yo! ¡Ya he llegado! Qué virilidad tan poco evolucionada, por cierto.
¿Por qué digo esto? Porque el control de lo visual es el control del pensamiento.
Sobran referencias: cualquier movimiento artístico hasta el siglo XIX… Va, en serio. Cualquier movimiento artístico ha sido y es un recurso más para contar aquellas historias que se quieren perpetuar en la psique humana. Hoy también. Economía, política y religión van de la mano.
Vicente Verdú, en El estilo del mundo (2012) amplía los ejemplos a la moda: «Efectivamente es posible seguir luciendo un bolso de Loewe o una americana de Ferré, pero casi siempre a condición de yuxtaponer trapos de mercadillo y botas de obrero. El desequilibrio, la fealdad, la basura y la catástrofe son imágenes con las que el capitalismo de ficción ha llenado el arte y la moda».
En arquitectura, por ejemplo, tenemos el trabajo de Le Corbusier en su Unité d’Habitation. No me entretengo más.
Nada de lo que vemos, nada de lo que nos llega y cómo nos llega es fruto del azar, la voluntad altruista y desinteresada o la apetencia emocional de alguien.
Obedecemos a la imagen mucho antes que a las palabras.
Hace unas semanas, en este mismo medio, Carmen López publicaba el artículo «Que el casero no te deje colgar ni un cuadro en casa no es solo un problema para tu decoración», defendiendo la importancia de crear mundos propios que nos representen. Nos proyectamos a través de lo que nos rodea, de los objetos que nos pertenecen, de las cosas que compramos y hacemos visibles. Todo ese conjunto de elementos nos convierten en alguien-en-el-mundo, esquivan la precariedad del día a día. Siempre he desconfiado de quienes no ponen lámparas en sus casas porque «están de alquiler», de quienes no invierten en muebles y decoración porque «eso lo harán cuando sean propietarios». Cuando por fin lo son, muchas veces tampoco convierten la casa en su hogar. Ser alguien-en-el-mundo es la primera forma de expresión, de pensamiento y de libertad.
¿Crees que exagero? Si has nacido antes del 2000, sin ánimo de segregar, seguramente recordarás las figuras del toro y la sevillana encima del televisor. Y ahora dime que eso no representa una identidad en particular, que no representa una forma de ser alguien-en-el-mundo. O como dice Ernesto L. Francalanci, «son las cosas, por tanto, las que contienen al inquilino dentro de su órbita estética, perdiendo su significado inicial decorativo y transformando la casa en un modelo estético estructurado como una acumulación de fuerzas, que eximen al sujeto de la responsabilidad de la elección final».
Trump ha alquilado un país y, si nos despistamos, cambiará hasta las cortinas.
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