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El apogeo de la desinformación

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El Instituto Reuters publica anualmente su informe Digital News Report, el cual analiza la evolución y los patrones de comportamiento respecto a la información digital. En su última edición disponible, la de 2024, muestra cómo en España la desinformación y los bulos en Internet constituyen una preocupación para el 70% de la población. Esta cifra resulta el porcentaje más alto desde que se mide este apartado.

La digitalización informativa y la multiplicidad de los dispositivos móviles ha dado lugar a una expansión del contenido que se crea y se distribuye, así como ha impulsado su potencial alcance. Esta transformación en los métodos de distribución y consumo de la información genera nuevas formas de acceso e interacción, pero a la vez profundiza en las vulnerabilidades individuales y sociales.

En relación con ello, según el I Estudio sobre la desinformación en España, realizado en 2022, el 72% de los ciudadanos y ciudadanas del país admite que alguna vez ha creído en mensajes que posteriormente resultaron ser falsos, con especial incidencia en los recibidos de temática no personal. Estos datos sintomáticos revelan el impacto que la desinformación causa en la confianza, ya que, mediante el proceso de una narrativa tóxica con contenidos falsos, engañosos o parciales, el objetivo principal es erosionarla para causar un daño público u obtener un beneficio particular.

La confianza solía estar asociada a la autoridad, por ejemplo, de las instituciones o de los medios. La merma en ese depósito de confianza se ha disuelto en gran medida en los últimos tiempos. Además de la autopercepción de que la búsqueda autónoma y exclusiva de contenidos en redes digitales es la vía para la verdad (contrariamente, en ocasiones produce más desinformación) o de la cámara de eco en la que se puede convertir el filtro de la selección mediática propia, la enorme proliferación de bulos y publicaciones desinformativas con la pandemia constituyó el gran detonante de la degradación en la confianza e identificación informativa.

Es algo que atraviesa todas las edades. En el caso de la juventud, si bien es cierto que existe un gran manejo tecnológico, existen carencias formativas al respecto, como prueba un estudio de la Universidad Carlos III de Madrid, que concluye que la mitad de los estudiantes de la ESO no es capaz de distinguir un titular real de uno falso. En cuanto a las personas mayores, dos factores son los que se combinan: la falta de habilidad en el espacio digital en algunos casos y, en mayor medida, el sesgo de confirmación ideológica.

Los ámbitos de los contenidos falsos y la desinformación abarcan una gran amplitud: pueden ir, como se ha mencionado anteriormente, desde la dimensión internacional de la COVID-19 a la nacional con la teoría de la conspiración sobre los atentados del 11M o la extracción de datos mediante el phishing. De este modo, está presente en lo digital, así como también en otros terrenos y prácticas. Por ejemplo, cuando en un debate se sientan por igual en un plató la evidencia científica con el terraplanismo, las cifras de la violencia machista con quien no la reconoce o los efectos claros del cambio climático con el negacionismo. Hay ámbitos que ofrecen elementos de interpretación, pero, cuando se amparan ciertas posturas sin la mínima base y se equipara la verdad con la mentira, se normaliza que la desinformación valga lo mismo que la información.

Ojalá el funcionamiento para acabar con la desinformación se basara en lograr desmentir lo que no es cierto, pero los mecanismos son más complejos, dado que, lamentablemente, de manera opuesta al dicho, el dato no mata al relato. En la actualidad, donde los contenidos falsos se extienden mucho más rápido y tienen mayor probabilidad de ser viralizados que los reales, el relato tiene más alcance que el dato, ya que, aunque este muestre la certeza mediante el uso de la racionalidad, el relato está apoyado en la difusión de la emocionalidad.

Esto es fácilmente comprobable con la observación de cómo puede persistir una mentira a pesar de la existencia de datos que la destruya o cómo son algunos procesos de rectificación mediáticos ante los contenidos falsos. En un tablero de juego trucado, el triángulo de la desinformación, por tanto, está compuesto por la interconexión de actores especializados con una serie de intencionalidades, las plataformas o espacios de expansión y el conjunto de la ciudadanía. En el primer vértice, los actores no son individuos sueltos, sino que están equipados y organizados. Las plataformas, por su parte, deben asumir su responsabilidad en la difusión de bulos y contenidos falsos, especialmente en relación con las personas menores de edad. Finalmente, la ciudadanía también tiene un papel esencial en ello, por ejemplo, ante los discursos de odio, como víctima y también como responsable por su capacidad de actuación.

Sin caer en la ingenuidad debido a la contraposición de intereses, la capacidad de incidencia y las fuentes de financiación, públicas en algunos casos, con las que cuentan, se pueden llevar a cabo diferentes actuaciones contra la desinformación: desde los centros educativos mediante la alfabetización mediática e informativa, desde los gobiernos mediante la regulación que potencie la protección a las personas más vulnerables y la coordinación de campañas de formación y concienciación, desde los medios con una mayor contextualización informativa o en el ámbito personal mediante el contraste y la verificación de lo propio y la interacción con nuestro entorno.

Es una tarea ardua, pero imprescindible. Se trata de mover el marco imperante de apelación a las entrañas al del sentido crítico para comprender y hacer comprender. En definitiva, analizar qué y cómo pensamos lo que pensamos, de dónde proceden los contenidos que consumimos y cuáles son las preguntas que no nos hacemos. En la batalla por el rigor informativo nos va la democracia.

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