Bretón y la banalidad de un libro

Uno de los conceptos que todos repetimos y, al mismo tiempo, nos negamos a entender, es el de la banalidad del mal. Que los que cometen actos horribles no suelen tener ningún interés como personas, que a menudo son mediocres con motivaciones mediocres con la profundidad de pensamiento de un charco. Y, sin embargo, dejamos que un acto de brutalidad ilumine sus existencias banales, buscamos explicaciones filosóficas y complejas a sentimientos y acciones mezquinos. El racismo, el machismo, el clasismo, las relaciones de dominación institucionales de los hombres sobre las mujeres, el abuso de la infancia vulnerable, la negación de la Ilustración, la explotación de nuestros semejantes, las supersticiones y conspiraciones son la expresión de nuestros límites, de la insignificancia, la incapacidad, de nuestra banalidad. Lo complejo es la bondad, la empatía, el amor, el perdón, pero una y otra vez buscamos explicaciones en lo más sencillo de entender, que es nuestro lado más miserable.
En España, en 2011, un hombre mediocre y sin interés asesinó a sus hijos para hacer daño a la mujer que se le escapaba. Intentó ocultarlo, no pudo, acabó en la cárcel, y la madre, Ruth, ha tenido que vivir cada día después de ese sin sus hijos y dañada para siempre. La sociedad, o sea, nosotros, nos negamos una y otra vez a elevarnos sobre lo peor que somos, chismorreamos sobre sucesos y muertes ajenas y de vez en cuando, aparece alguien que disfraza el morbo de creación artística y eleva la tertulia truculenta a literatura sobre los límites del ser humano. En ese punto estamos con la publicación de El odio, de Luisgé Martín, de la editorial Anagrama. Un libro lleno de párrafos que me han producido vergüenza ajena y que la editorial y el propio autor se han apresurado a comparar con A sangre fría, La ciudad de los vivos o El adversario. Es como comparar El Valle de los Caídos con la Piedad de Miguel Ángel. Esta historia, como todo lo que sucede en el mundo actual, no podía contarse sin la falta de pudor, el olvido de los otros, la importancia del marketing, el rechazo al talento y la defensa torticera, al estilo trumpista, de la libertad de expresión.
Si se quiere buscar una explicación a lo que hizo Bretón, que no es el objetivo de este libro, bien hubiera estado hablar con la madre y con cualquier asociación o institución que trabaja con las víctimas de violencia machista. Ellas lo han contado muchas veces pero no tienen el interés ni el morbo suficientes. Al fin y al cabo, las víctimas solo sufren pasivamente a su agresor, jamás han llevado la trama hacia adelante. Siempre vende mejor el romanticismo idiota en torno a los asesinos, el intento de sofisticar la crueldad, concediéndola un misterio que nunca tuvo, que hablar con ellas, casi siempre ellas. Los expertos en la materia, y las mujeres víctimas, se esfuerzan en desmentir lo que la ficción, y El odio es ficción en el sentido de que es engaño, se empeña en afirmar. Desmontar con rigor científico o periodístico las fantasías que tantos argumentos han proporcionado al true crime es demasiado trabajo. También es demasiado pedir que se huya de la afectación y de dar color a los asesinatos, especialmente de niños, especialmente los que se enmarcan dentro de la violencia hacia la mujer.
Bretón utiliza el libro y al autor para dirigirse a la mujer cuya vida destrozó y a la que no puede dirigirse mientras viva por sentencia judicial. Sus hijos fueron un instrumento, el libro es otro que se le ofrece en bandeja y, que de nuevo, insulta la memoria de esos niños y agrede a su madre. El autor, demasiado preocupado por contarnos cómo se siente él ante la visión de lo que considera el mal absoluto, no piensa en ningún momento en la madre y sus hijos. Reconoce el encantamiento, le da el beneficio de la duda, le lleva ropa a prisión (ropa que no compra el autor, sino la madre del autor porque el autor es un hombre ocupado), se esfuerza por contarnos que no le cree pero que es humano (menudo descubrimiento), hace de portavoz y decide, y lo justifica como una decisión creativa, ignorar a la víctima del crimen. Me resulta difícil creer que una editorial como Anagrama no prevea la reacción de la madre de los niños asesinados y la polémica que va a acompañar a la publicación del libro y el efecto en las ventas. No me entiendan mal: estoy a favor de que se publique este libro banal y mediocre que ha decidido que la mejor campaña de ventas era provocar la reacción de la víctima. Aquí no hay misterio. Solo vulgaridad y mucho, muchísimo dolor.
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