Meri Llano, la ganadera con la cabaña ecológica más guapa de Asturias, cuida 170 vacas y 30 burras en sierra de Illano

El nombre de las ciento setenta vacas y treinta burras que tiene Emérita Llano (Meri) se los sabe uno por uno su dueña, una de las mayores ganaderas de Asturias. Nació esta mujer 61 años en el pueblo de Cedemonio, en el concejo de Illano, en el salón de su casa, una casa humilde en la que se crio con sus padres y sus cuatro hermanos y donde no había leche para todos. Ella es la segunda de cinco hermanos.
De aquel pueblo lleno de gente en el que había un colegio con 40 alumnos poco queda, solo el recuerdo de cuando por las tardes salías al prado a coger hierba y parabas a charlar con un vecino o con otro. “Era un hormiguero de gente, ahora me paso días en los que no veo a nadie”. En realidad, quedan los lugares en los que había bullicio y ahora reina el silencio, un silencio que muchas veces asfixia.
Meri soñaba ya desde pequeña con casarse y tener hijos, y tener una familia feliz, y soñaba también con ser veterinaria. Pero el hecho de ser muy trabajadora y de valer casi para todo, la condicionó a muchas cosas. No sabría decir a estas alturas de la vida si el hecho de hacer siempre lo que le dijeron, principalmente su madre, fue bueno o malo, porque Meri nunca se planteó rebelarse.
“Pienso que mis padres lo hicieron lo mejor que pudieron y pensando en darme lo mejor, por eso acabaron mandándome a aprender a coser a Torrejón de Ardoz y a servir a un chalé en Somió, en Gijón. Antes era así”, explica, mientras pone la cafetera al fuego y echa leña en la cocina para que no se apague. Y sonríe mientras recuerda, sin volver a plantearse nada. La vida vino así y ella se adaptó, eso sí, echándole todas las agallas del mundo. Meri aprendió en esos dos lugares lo que no quería ser; sirvienta de nadie.
Ahora vive prácticamente en la sierra, que es donde tiene su ganado, donde asiste los partos, donde da de comer a las vacas, pasa noches en vela cuando hay alguna complicación y donde sus compañeros de viaje son sus perros, una linterna, el gorro de lana, el frío y los aullidos de los lobos. “¿Que si paso miedo? Tampoco lo pienso mucho”, matiza.

Sabina, su madre, que murió de cáncer de mama con 56 años, marcó el carácter de su hija Meri. “Fíjate que fue un dermatólogo el que la derivó al hospital, ella llevaba tiempo con un pezón que le supuraba, pero como en el campo estás constantemente tropezando con ramas, con pajas, pensábamos que podría ser una herida. Cuando nos dieron el diagnóstico: carcinoma, nos pusimos contentos porque no ponía la palabra cáncer. Pero al volver a casa le pregunté a Antoñita, que era la farmacéutica del pueblo y sabía muchísimo. Oye, Antoñita, qué es un carcinoma. Es cáncer, me dijo; y ahí me derrumbé”. Y los ojos de Meri, verde sierra, verde prado, se humedecen diez segundos.
Tres años vivió Sabina con su cáncer, tres años de viajes eternos a Oviedo, en un Renault 5 que conducía su hija. “Date cuenta de que tardábamos tres horas y media en llegar al hospital y había que ir por la carretera de La Espina”, relata. Meri se había casado joven, un matrimonio del que no guarda buen recuerdo. Nada más fallecer su madre decidió divorciarse y volver a su casa, cansada de una vida en pareja que “era todo menos eso”. Y “sin un puto duro” volvió a Cedemonio, con su padre, a ayudarle con las vacas, que cuando aquello eran pocas y todas de leche. El duelo por la muerte de su madre es algo con lo que convive Meri, tirando nuevamente de conformismo y de aceptación. “A mí perder a mi madre me rompió literalmente, no sabía ni comprarme la ropa sin ella, porque ella me la compraba. Fíjate”.
Lo cuenta mientras al otro lado de la mesa la mira con los ojos grandes y marrones su hija Laura, que acaba de terminar medicina y que quiere ser médica de familia para vivir en el Occidente, cerca de su madre y de su pueblo. Laura nació fruto del amor, porque Meri volvió a enamorarse, pero nuevamente la vida vino como le dio la gana, y aquellos sueños de tener un marido y una familia feliz y tradicional tampoco cuajaron al segundo intento.

“Cuando murió mamá él me apoyó mucho, éramos amigos y yo me enamoré. Laura es lo mejor que he hecho en la vida, con o sin su padre”. Y fue ahí cuando se vio sola de nuevo cuando decidió apostar por primera vez por ella misma. “Cogí el relevo de la ganadería de papá, vendimos la cuota y con eso compré las primeras vacas de carne, quince. Arranqué con doce mil euros”, cuenta. Y ahí comenzó a forjarse la Ganadería Torre, cien por cien ecológica y cien por cien Meri.
Los inicios no fueron nada fáciles y encima sé que tengo fama de mala, de mala leche, hay unos chavales que trabajan en el monte y me llaman “la viuda del garrote”, yo me río porque ya les digo que ni siquiera estoy viuda. Con 61 años, descreída ahora del amor romántico, es cuando Meri logró ser feliz. “Feliz con lo mío, tengo cerdos, gallinas, huerta, hago las labores de casa, pero prácticamente estoy todo el día en la sierra”. Y allí con la brisa fría que parece que te corta el cuello como una guillotina, con las nubes debajo de los pies, es donde ella siente que es libre y dueña de su vida.
A mi hija siempre la animé a estudiar. Se fue a estudiar Medicina a Santiago de Compostela y ni una vez pude ir a verle el piso. Solo la llevé el primer día, la dejé en la residencia y me volví
Una vida esclava, que no entiende de horarios ni de días libres, que no le permite ir a la playa en verano, ni coger vacaciones, pero no depende de nadie. “A mi hija siempre la animé a estudiar, a ella le encanta la ganadería y me ayuda muchísimo. Se fue a estudiar Medicina a Santiago de Compostela y ni una vez pude ir a verle el piso. Solo la llevé el primer día, la dejé en la residencia y me volví”.
Laura decidió estudiar medicina con tres años, su abuelo se había puesto enfermo y estuvo varios días ingresado en el hospital. Criarte con tus abuelos te crea un vínculo muy especial, y más con un abuelo que hizo las veces de padre. “Yo a bolito lo quería y lo quiero, dicen que cuando volvió a casa después de estar ingresado le dije que iba a ser médico para que nunca se muriese. No lo logré, pero le cuidé muchísimo y he cumplido mi promesa”, relata su nieta. Laura recuerda a su abuelo tosiendo, pero también le viene a la mente su regazo, su calor de abuelo, y la manera discreta y dulce con la que siempre hizo honor a su nombre: Amable.
Hoy madre e hija miran orgullosas su ganadería. Milagros, que es la vaca preferida de Meri, se llama así porque salió adelante en la cocina de casa. Fue un parto complicado, nació con siete meses, no mamaba, no se tenía en pie. “Y aquí delante (en referencia a la cocina de leña) le hicimos una cama en una caja de madera, le dimos el biberón, la secábamos con el secador y le dábamos calostro, que siempre tengo en el congelador por si acaso, porque ser ganadero es mucho más que tener las vacas sueltas en un prado. Casi es raro el día en que no haya un contratiempo”.
Milagros se crio en la cocina con pañal, y con los mismos mimos que sí fuera un bebé. Hoy es una vaca hermosa de siete años, rubia y cariñosa. Y cuando Meri aparece en la sierra, ella se acerca y le pasa el hocico por la pierna en busca de una caricia.
Me lastima cuando mis compañeros de carrera, a los que les cuento que vengo al pueblo, me dicen que mi vida no es más que ver vacas… ¡cómo si fuera un delito o un atraso!
El año pasado su ganadería obtuvo el premio de la más guapa de Asturias: Mejor Rebaño de Ternera Asturiana. Es Laura la que se encarga de animar a su madre a participar en concursos y certámenes ganaderos. “Yo miro a mi madre con orgullo, creo que ella no es consciente de todo lo que ha superado en la vida, y para mí es un referente. Por eso me lastima cuando mis compañeros de carrera, a los que les cuento que vengo al pueblo, me dicen en muchas ocasiones que si mi vida no es más que ver vacas… ¡Como si fuera un delito o un atraso!, aún falta mucho para que la gente de ciudad valore lo que se trabaja en los pueblos, que es de donde sale todo lo que se compra en los supermercados”, sentencia la médico Laura.
Meri, que no piensa en jubilarse, y a la que aún le faltan bastantes años de cotización, sigue soñando. Pero ahora lo hace de otra forma. “Quiero tener nietos y pasar una semana en la playa, solo estuve de pequeña”. Y lo dice ella, que en las tardes despejadas puede ver la costa desde el alto de la sierra, tan cerca y tan lejos a la vez. Pero su trabajo “superlativo” no le permite tomarse una tarde libre, quizás tampoco se lo inculcaron. “¿Que si me doy lujos?, voy a la peluquería…”, dice. Y pronto Laura le corta, “mamá, eso es necesidad”.
Quizás los lujos de Meri son otros, ahora que ya no sueña con enamorarse, ni con tener pareja, quiere que su hija sea capaz de compatibilizar su profesión de médico con la ganadería. Y Laura, al igual que hizo su madre con su abuela, también se deja guiar por el consejo de Meri porque cree firmemente que su madre le lleva demostrando toda la vida que quiere y lucha por lo mejor para ella. “Me siento orgullosa de haber salido de Cedemonio y haber terminado mi carrera. Ser de pueblo y llegar a donde te propongas sin olvidar nunca de donde vienes”, dice Laura.
Y ahí, en esa frase, se miran las dos, y se sonríen, sabiendo que cuando Meri se tome ese merecido descanso para ir una semana a ver el mar, será Laura la que quede a cargo de Ganadería Torre. Y mientras la playa sigue esperando, la sierra sigue siendo el lugar de Meri… “En mi casa, allí arriba, entre mis vacas, no me como el tarro”, treinta kilómetros más abajo, en línea recta, la espera el Cantábrico.
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