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El abandono de los vulnerables

Concentración en apoyo del alumno agredido en el IES Torres Quevedo de Santander.
29 de marzo de 2025 13:44 h

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Llevo desde 1974, cuando terminé mis estudios de Pedagogía Terapéutica, luchando por la integración y los derechos humanos en las aulas, y aún hoy siento que batallo contra un muro. El caso de un joven con parálisis cerebral, golpeado y humillado en un instituto de Santander no es solo una noticia: es una herida abierta en el corazón de nuestra sociedad. Cuatro menores lo agredieron, lo grabaron entre risas y lo exhibieron en redes sociales como trofeo. Expulsados cinco días —un suspiro—, ya están de vuelta, mientras él, la víctima, sigue atrapado en el mismo infierno. Esto no es un incidente aislado; es la prueba de un sistema que abandona a los más frágiles.

El acoso escolar no es un juego de niños: es una epidemia. En España, 220.000 estudiantes lo sufren cada año (Universidad Complutense, 2023), y el 80% de los alumnos con discapacidad cargan con esa cruz. Las redes sociales, un arma sin control, lo han convertido en un monstruo imparable. Los vídeos de este chico circularon como burla viral, destrozando su dignidad mientras su madre descubría, rota, que él callaba por miedo a ser aún más excluido. Cada “me gusta” en esas grabaciones es un golpe más, y no hay ley que lo frene.

Los centros educativos son campos de batalla donde faltan recursos humanos. Sin psicólogos, pedagogos, educadores sociales, ni mediadores suficientes, las señales se pierden en el vacío. En el IES de Santander justificaron la violencia con un “era su forma de jugar”, como si la crueldad tuviera pase libre. Las leyes, rígidas y tibias, atan las manos: cinco días de expulsión no reeducan a nadie, y la víctima queda expuesta, compartiendo espacio con quienes la destrozaron. La familia clama que trasladen a los agresores, no a él. ¿Por qué siempre paga el más débil?

Este caso que denunciamos no es casualidad, es negligencia. Décadas de promesas sobre inclusión se desmoronan cuando un niño teme ir al colegio. La sociedad lo ve y grita: cientos se unieron en protesta por este joven, mostrando que el pueblo quiere justicia. Pero los dirigentes, ¿dónde están? El abandono de los vulnerables no es solo un fallo educativo; es un fracaso moral que nos mancha a todos. Cada caso ignorado es un futuro robado, una infancia rota.

No bastan palabras bonitas ni planes a medias. Exijo —y no me cansaré de hacerlo— educación en valores desde la cuna, protocolos que blinden a las víctimas y castiguen con sentido a los agresores, y recursos reales en cada centro: equipos humanos que vean, escuchen y actúen. No es un lujo, es una deuda. La inclusión no puede ser un eslogan; debe ser un hecho. Y mientras no lo sea, mi voz, curtida por más de 50 años de lucha, seguirá alzándose por quienes no pueden gritar, porque ningún niño merece temblar al cruzar la puerta de un aula.

Nadie merece ser olvidado por ser diferente. El acoso crece, las redes lo alimentan y los más desfavorecidos —personal y socialmente— pagan su discriminación en silencio. Dirigentes: miren a los ojos de ese chico, escuchen a su madre, sientan el peso de su silencio. La inclusión no es negociable; es un derecho que he defendido toda mi vida y que seguiré exigiendo hasta que sea realidad. No hay excusas. Actúen, ya.

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