Una de las últimas ocurrencias que aparecen en las pantallas de los móviles dice que el laurel atrae la suerte. Hay que tenerlo cerca, matiza el algoritmo, con rigor idéntico al de esas octavillas que te entrega en la calle un hombre negro vestido con un boubou colorido y adornado con collares. Las que anuncian los poderes del gran mago africano que sabe conjuros por doquier. No conozco a nadie que haya ido a una de estas consultas donde igual te quitan el mal de ojo que procuran la pasión carnal. Pero el ritual que nos recomienda la superchería digital asegura atraer la suerte y la abundancia con sencillas hojas de laurel.
En guiso, dentro del bolso, bajo la almohada, junto a la puerta, en infusión. Hay muchas formas de utilizar esta humilde hoja. El teléfono controla nuestros rituales íntimos, apunta lo que compramos, vigila lo que caminamos, pero todavía no sabe que esa novedad magufa la sabían nuestros bisabuelos. Era una saludable mezcla entre conocimiento de la naturaleza y respeto a la tradición.
Tener laurel al alcance de la mano es cosa bendita, sea de hoja caduca o perenne, aunque lo diga el texto mecánico de un teléfono. Los árboles deberían ser, como en toda sociedad desarrollada, monumentos sagrados. En las ciudades son filtros para contaminantes urbanos, guerreros leales contra el cambio climático, vivir cerca de ellos mejora la salud, pero todos los infinitos beneficios del mundo no son, por lo visto, argumentos suficientes en Cartagena. El Ayuntamiento, bajo el eufemismo de tala preventiva, inventó antes que los villanos de ahora el estilo motosierra, en una implacable cruzada arboricida que ha dejado tristísimas ausencias.
En el barrio de La Concepción, los vecinos lloran todavía al pulmón verde de El Pinar, talado de madrugada para construir viviendas. Hace ya dos años que arrancaron todos los naranjos de la plaza de Juan XXIII, conservamos frescas las imágenes de estos seres vivos sufriendo, ya casi inertes en el asfalto, con las raíces fuera. Ver morir un árbol es para los humanos algo muy devastador, por razones evidentes de conexión biológica.
Respondemos a los mismos ciclos de luz y de oscuridad, de impulsos eléctricos. Tenemos sentimientos, venimos de la misma explosión de estrellas. En la cultura mixteca se dice, de una manera muy hermosa, que la especie humana nació del amor entre dos árboles. La Biblia cuenta que el hombre (sin la mujer) se hizo con un suave soplo divino, a imagen y semejanza de Dios. Esto último nos lo hemos creído malamente, ferozmente, y la tierra lo lamenta. El gran arquitecto del mundo hizo al hombre de una brizna de polvo, o de barro. Los urbanistas de ahora, por lo menos los de mi ciudad, deciden sobre la vida de los árboles porque adoran a otros dioses, de cemento y de dinero.
Importa mucho la cercanía del laurel, el olor del azahar de aquella plaza ahora enlosada que anunciaba el buen tiempo y la Semana Santa, las palmas que este Domingo de Ramos los penitentes acercarán a algún altar. El tercio de los pequeños hebreos y hebreas llevará ramas de olivo, el mismo que da sombra al propio Jesús del trono en su entrada a Jerusalén, subido a lomos de la burra. Para pisar solo lo justo los territorios comunes de las procesiones, la luz, los tronos, el orden o los cambios de estación, apuntaré, aunque solo como intuición, que tal y como están las cosas de imprevisibles, la Semana Santa a lo mejor, o con toda seguridad no va a pervivir otros cuatrocientos años, porque esto será entonces un auténtico desierto.
La noticia maravillosa es que la Naturaleza será la única capaz de la Resurrección, por mucho que la torturemos, la mutilemos, la crucifiquemos y sobre todas las cosas la neguemos, en especial esos que todos sabemos y concretamente aquí viven de nuestro dinero. Así que gloria a los recuerdos del terciopelo oscuro, la rosa roja, el lirio azul, al paciente hermano vara que te ajustaba el paso en las curvas de más riesgo. Amor eterno a los rasgados ojos del preciosísimo Nazareno de Capuz. Pero me quedo hoy con el morado de la lavanda y el espliego.
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