Criptoginia

Hace unos días, mi hija me pedía ayuda para hacer un trabajo de Lengua: tenía que investigar acerca de una autora y su obra. Cuando me dijo el nombre, Beatriz Bernal, no me sonaba de nada. Tampoco la obra: 'Don Cristalián de España'. Ni idea.

Extrañada, consulté a San Google y, en la web de la Biblioteca Nacional, descubrí que fue la primera mujer novelista en castellano. O, al menos, la primera conocida… ¿Cómo es posible que habiéndome licenciado en Periodismo y habiendo cursado diferentes asignaturas de Literatura a lo largo de mi vida académica nadie la haya mencionado nunca? Es curioso, además, porque su obra, que data del siglo XVI, fue leída en la época, traducida al italiano y citada por otros autores. El mismísimo Luis de Góngora menciona a Don Cristalián en uno de sus sonetos.

Sigo buscando y leyendo acerca de Bernal y resulta que esta novela no es sólo trascendente por pionera, sino que también lo es por la gran cantidad de mujeres que aparecen en ella, a las que la autora otorga papeles protagonistas y a las que retrata como heroínas rebeldes, algo insólito en la literatura renacentista.

Quizá ahí esté la clave: aquella osadía no se podía consentir. Mejor la escondemos, debieron pensar los señoros del momento, a ver si va a incitar a otras mujeres a escribir o les ofrece ejemplos de lo que pueden ser capaces de hacer.

Precisamente esa táctica, la de “la ocultación o desprecio de la aportación hecha por las mujeres en los distintos ámbitos culturales, sociales y científicos”, ya tiene nombre: criptoginia, un neologismo acuñado en 2020 por dos filólogos (un hombre y una mujer) que permite identificar y designar una realidad que, sin nombre, pareciera no existir.

Es imprescindible conocer y reconocer a tantas y tantas mujeres que a lo largo de la historia han estado detrás de grandes logros y que han sido sistemáticamente silenciadas y tapadas por nombres masculinos: bien los de sus maridos o los de los seudónimos con los que se veían obligadas a firmar. Ese borrado que se ha practicado durante siglos es también una forma de violencia machista, una violencia simbólica que nos ha privado de conocer la procedencia de la mitad del talento. Como decía Virginia Woolf, “en la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer”.

Entregado el trabajo hago balance y me debato entre el cabreo absoluto al comprobar la cantidad de mujeres que han sido injustamente ninguneadas y la esperanza. Quiero pensar que hoy en el recreo habrá un grupo de adolescentes comentando el descubrimiento de figuras como Bernal, María Moliner o Rosalía de Castro, pero tampoco me engaño: me temo que sus conversaciones girarán, más bien, acerca de la gambita de Montoya o el papafrita de Manué.

Tengo la ilusión -ingenua, quizá- de que, al menos, la semilla que ha plantado una profesora de Lengua logre germinar y, en un futuro cercano, haya una generación de hombres y mujeres conscientes de que el feminismo sólo persigue la igualdad.