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Nota al pie

Qué gris es el poder

Darío Fo y Franca Rame
22 de marzo de 2025 22:15 h

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En su discurso de aceptación del premio Nobel (1997), Darío Fo contó varias historias dignas de recordarse. La primera, el cuento de la Roca de Caldé, sobre un pueblo encaramado en una peña que se iba deslizando hacia un lago sin que sus habitantes prestaran oídos a quienes les advertían del peligro; la segunda, una anécdota real, la de un actor que les pidió a Franca Rame y a él que compartieran sus conocimientos con los jóvenes, cosa que decidieron hacer de inmediato; la tercera, ya se verá.

Naturalmente, los habitantes de Caldé siguieron negando la realidad incluso después de que las aguas los engulleran y, cuando algún pez se paseaba “delante de sus narices”, lo tomaban por un pez raro que había “aprendido a nadar en el aire”. En cuanto al asunto de los jóvenes, Fo y Rame lo afrontaron con talleres en universidades y descubrieron que no sabían casi nada de lo que pasaba en el mundo, que sus profesores tampoco lo sabían y que ni siquiera tenían constancia de sucesos fundamentales de cinco o diez años antes, lo cual obligaba a lo siguiente: “empezar por lo que pasó hace treinta años y luego ir avanzando”. Estaban “hablando en el vacío” o, tal vez, como si hablaran desde el absurdo aparente de la técnica onomatopéyica del grammelot, que el propio Fo había llevado a obras como Misterio bufo (todo un homenaje a Maiakovski) retomando el hilo del “verdadero padre de la Commedia dell'arte”: Angelo Beolco, Ruzzante (1502-1542), uno de los dos autores a quienes dedicó sus palabras de aquel día.

Darío Fo opinaba que “una expresión artística que no hable de su propio tiempo no tiene relevancia” y que, si se quiere contribuir a que otros sean capaces de “contar su propia historia”, no basta con enseñar un método o estilo; se debe empezar “por lo que está ocurriendo a nuestro alrededor” porque, como escribió uno de los mejores dramaturgos del siglo XX, su maestro y amigo Eduardo de Filippo, “el teatro debe ser el espejo de la vida humana” (El arte de la comedia).

En aquella ocasión, y como ejemplo de hasta dónde había llegado el desmantelamiento de la percepción de lo político, Fo mencionó que los estudiantes se morían de risa con las farsas que representaban para ellos, pero sin sospechar en ningún momento que “las historias que les contábamos eran ciertas”. La realidad les parecía ficción, aunque fueran realidades inmediatas, sacadas de la ciencia, los tribunales de Justicia, etcétera; y no ocurría «sólo en Italia», sino «en todas partes, en toda Europa»; empezando por España, donde «me he encontrado con la misma dificultad». De Filippo, que componía versos cuando se estancaba en una obra para «acercarse más a lo esencial», había explicado el proceso en un poema escrito en su idioma, el napolitano (‘O culore d’e pparole): “Si quien elige / no elige bien, / se mezclan los colores de las palabras. / ¿Y qué surge? / Una mezcolanza / de millares de palabras, / todas iguales”, todas sin sentido o, peor aún, con el único sentido que puede captar quien está sometido diariamente y sin suficientes anticuerpos culturales a un tipo muy específico de discurso, el del poder. 

Sucede que, frente al juglaresco grammelot de Fo, consistente grosso modo en imitar un idioma con sonidos y vocablos inventados que, no obstante, “transmite un discurso completo” de intención inteligible (Manual mínimo del actor), el poder produce un galimatías cortesano a partir del idioma real cuyo verdadero objetivo es que no se entienda la verdadera obra que se está representando. Darío Fo, que este lunes habría cumplido 99 años, luchó toda su vida contra esa perversión en compañía de Franca Rame, y no se quedó corto en su papel: dramaturgo, actor, director, escenógrafo, compositor y activista contra viento y marea (su marxismo no era de salón) en la calle y en sus más de cincuenta obras, aunque la mayoría sólo conozca el mencionado Misterio bufo, Muerte accidental de un anarquista, ¡Pum, pum! ¿Quién es? ¡La policía! y Aquí no paga nadie. Era, siguiendo de nuevo los pasos de Eduardo De Filippo, un juglar que había salido al mundo a contar El hambre del Zanni y, si Franca y él no tenían espacios escénicos para contarlo o querían denunciar el modelo oficial, acudían al enorme apoyo popular del que gozaban, organizaban movilizaciones y, llegado el caso, socializaban edificios como la Palazzina Liberty de Milán, que animó a los creadores independientes a extender las ocupaciones por “casi toda Italia” (Per una nuova gestione degli spazi e degli spettacoli).

Es obvio que nada de eso habría sido posible en las sociedades actuales. El grado de movilización e inquietud intelectual que existía entonces permitía situaciones tan inimaginables hoy como que se reunieran 30.000 personas en 1974 para asistir no a un espectáculo sistémico, sino a uno del siempre perseguido y alternativo Fo. Muchos años después, Franca Rame desveló parte del motivo en una entrevista concedida a un medio colombiano (El Tiempo, 2002): “Recuerdo que, en Sicilia, dos empleados grandes y robustos nos vieron después del Nobel y rompieron a llorar. Se emocionaron y dijeron: este premio también lo hemos recibido nosotros”. Como añadía a continuación, les pareció un reconocimiento general a los que menos tienen, a los que soportan “las condiciones negativas de la vida” o, dicho de otra manera, a los personajes centrales del teatro y del continuado y frecuentemente peligroso compromiso personal de la pareja de cómicos, que se puede resumir en dos escenas de un año bastante difícil (1973): por el lado más leve, la detención de Darío Fo durante una representación de La guerra del pueblo en Chile (contra el golpe de Estado de Pinochet) y, por el más brutal, el secuestro de Rame a manos de un grupo de neofascistas a sueldo de la policía que la golpearon, torturaron y violaron durante horas. Quien quiera saber más al respecto, puede empezar por el angustioso y valiente monólogo en el que narra lo sucedido: Lo stupro (La violación).

Decía al principio de este texto que el Nobel de literatura de 1997 contó tres historias durante su discurso; pues bien, la tercera —dejada en suspenso hasta ahora— fue la cara vital y culturalmente  contraria a la Roca de Caldé y la catástrofe del sistema educativo: un homenaje a Franca Rame desde el reconocimiento absoluto a la autora y la relación profesional que mantenían (“créanme, este premio es para los dos”, dijo al final) y, al mismo tiempo, desde el amor y sus complicidades, humor incluido. “¿Qué siente al ser la esposa de un Premio Nobel? ¿Qué siente al tener un monumento en su casa?”, había preguntado a Rame un periodista. “No me preocupa, no lo considero una desventaja en absoluto. Llevo mucho tiempo ensayando —ironizó ella—. Cada mañana hago mis ejercicios: me pongo a gatas, y así me voy acostumbrando a ser el pedestal de un monumento”. Era la mujer que había provocado días antes que los pasajeros y el conductor de un tranvía saltaran a la calle y empezaran a gritar, tras felicitar al premiado: “¿Dónde está Franca?”. Nada parecido a un pedestal, desde luego. Como él, vivió sin miedo a ser, y cualquiera que los haya leído sabrá que se siguen riendo en las gradas de la palabra como Eduardo de Filippo en el texto que le dedicó Darío Fo en 1986 (Qué gris es el poder): “con el beneplácito del padre eterno. El padre eterno de los teatreros, se entiende. Un tal Dioniso, me parece”.

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