Espacio de opinión de Canarias Ahora
Endiosar, odiar, temer
Escribí hace poco un texto que lleva por título Monólogo sobre el acantilado. De momento ha carecido de cualquier tipo de fortuna editorial. No es, creo, un mal ejemplo de construcción literaria —al margen de que sea difícil de encasillar en ese placer mediocre de la clasificación por géneros (el «engendro» participa del ensayo, del relato breve, del monólogo teatral, del poema)—, ni es un texto especialmente difícil (¿cuándo se convirtió para nuestro mundo la dificultad en una dificultad?, ¿qué andaba haciendo yo ese día?, ¿leía, extraviado, a Lezama Lima?, ¿escuchaba los cuartetos tardíos de Beethoven?, ¿volvía sobre las páginas luminosas de Claros del bosque?), ni versa sobre un tema que se pueda considerar fuera de actualidad (de hecho, constituye una buena parte de la médula del presente, más aún, de lo urgente), ni se ubica en un espacio ideológico amparado por una radicalidad autoexcluyente (participa, antes que eso, y salvo que hayamos perdido pie, de parámetros democráticos consensuables). Si no me equivoco —con la apreciación de un texto propio como válido, quiero decir—, creo que la razón de esa poca fortuna con las prensas es pragmática: tiene que ver con la forma y no con el fondo. Las ocho o nueve páginas que ocupa (cuerpo doce, espacio simple) lo convierten en un texto con muy mal acomodo en casi cualquier parte, lo que me lleva a pensar que otro de los fenómenos que hablan de la crisis actual de la cultura es la casi completa desaparición de esos escenarios de la modernidad que fueron las revistas.
En los mismos días en que redacté el monólogo, una viñeta de El Roto llevaba por título «El silencio de los intelectuales» y como lema el siguiente: «¡No callamos, es que nos hemos quedado sin palabras!» No me atrevo a asegurar ahora si interpreté esas palabras en el mismo sentido en que fueron formuladas. Todo depende, según creo, del modo en que el emisor entienda la palabra ‘intelectual’ en ese contexto. Si el ‘intelectual’ es para el autor alguien que se dedica a generar opinión, quizá mi interpretación haya esquivado la diana y el ensayo visual —no otra cosa son muchas veces las intervenciones públicas del admirado pensador— quisiera indicar la incapacidad de esos guardianes para abordar la realidad desde sus meras herramientas de análisis. Si, en cambio, el ‘intelectual’ es aquel que aspira a pensar el mundo y, sobre todo, a expresar lo pensado, quizá haya dado en el blanco al identificar lo propuesto con un verdadero estupor: con un silencio provocado por una fenomenal perplejidad. Lo cierto es que la viñeta de El Roto y el monólogo fallido se pergeñaron a la vez, en la misma marea del tiempo, porque compartían, desafortunadamente, un mismo acontecimiento: Trump acababa de ganar las elecciones. Muchos fuimos los que en ese momento, y en los días posteriores, enmudecimos. Yo lo hice, ya me disculparán la contradicción, desde un cierto exceso de palabras. Mi enmudecimiento fue verboso (si no verborreico, que espero que no).
En un artículo incluido en un libro poco citado llamado Ser español, un libro que podría, en estos momentos, poseer una carácter de reconstituyente —si no abiertamente de medicamento recetable— Julián Marías afirmaba con Ortega y Gasset (y para otro momento, reconocible, de la historia reciente) que si una sociedad se empeña en crear ovejas en lugar de ciudadanos, esas mismas ovejas acabarán pidiendo «pastores y mastines». Lo decía Marías en un ensayo titulado «Treinta años de vida intelectual en un mundo problemático» leído como conferencia en Buenos Aires en 1971, en el que reclamaba menos nostalgia hacia el pasado, un mayor desdén por el presente y una gran, intensa y sin fisuras, fidelidad hacia el futuro: «Hay muchos que prefieren olvidar lo que han hecho hace diez o hace veinte o hace treinta años. Yo reimprimo casi todo, por lo menos todo lo que los editores quieren reimprimir. Y no tanto, no primariamente porque yo tenga espíritu conservador —creo que tengo bastante poco—, no es por fidelidad al pasado siquiera. Esto me parece importante que lo vean claro: no es fidelidad al pasado, es fidelidad al futuro. Quiero decir: es fidelidad a los proyectos y empresas, es fidelidad a la meta. No es que yo sea fiel a lo que he hecho o he dicho hace treinta años; es que soy fiel a lo que quería decir y quería ser hace treinta años, y lo sigo queriendo porque no lo he conseguido».
Sobra decir que me pareció «estupefaciente» —uso esa palabra, no sin ironía, a la manera de Ortega— el resultado electoral americano porque una parte de los electores, amplia como para procurar una mayoría, decidió perder de vista la fidelidad hacia el futuro, es decir, la apuesta por la convivencia y decidieron apostar, a cambio, por los pastores y los mastines, incluso peor, por parodias de pastores que llevan de la correa, no nos equivoquemos, mastines con pedigrí. En mi Monólogo del acantilado se observa lo real desde la perspectiva particular de esas ovejas, es decir, de los ciudadanos que han decidido suspender sus aportaciones y su creatividad, su capacidad para la acción, con el objetivo de volver a enarbolar tres verbos que la historia de la humanidad conoce muy bien: endiosar, odiar, temer. Si analizamos lo sucedido desde esta perspectiva, debemos pensar que habitan en nuestro mundo, conviven con nosotros, ovejas que después de renunciar a comprender la realidad, han decidido dar un paso atrás, ignorar el logro moderno de la conciencia histórica y olvidarse del reto de ser persona en la historia. Aumenta, según parece, el número de seres humanos que temen a los que son más pobres que ellos mismos (puesto que esos pobres son la amenaza en que redunda una oportunidad aún mayor de empobrecerse), que odian a quienes poseen la capacidad de percibir el mundo desde la comunidad (es decir, con la necesidad de un análisis racional que no impide el conmoverse ante el sufrimiento ajeno) y que están dispuestos a endiosar de nuevo a los tiranos (pues son ellos quienes los relevan de la necesidad de aportar creatividad y responsabilidad a lo común considerándolos meros demandantes de supuestos derechos, entiéndase «protecciones»). En Persona y democracia —otro libro «reconstituyente»— María Zambrano parece interpelarlos a todos cuando ofrece una medida para la acción: «Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, ser persona». Y añade, más tarde: «Y no es posible elegirse a sí mismo como persona sin elegir, al mismo tiempo, a los demás. Y los demás son todos los hombres».
La alarma, la estupefacción, el estupor, sin embargo, no los produce solamente ese «temer, odiar, endiosar» —que se opone al «anhelar, esperar, querer» del que habla Zambrano en ese libro— sino la capacidad de que tal conformación de la ciudadanía tienda a repetirse en el tiempo: «Es el punto más tenebroso en que el absolutismo se hace diabólico y, por tanto, escapa a la razón que difícilmente puede describirlo ni fijarlo. El hecho sobrepasa todo intento de análisis. Por eso cuando ha pasado resulta increíble. Y el que resulte increíble puede hacer que se repita».
Las semanas siguientes a la lección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos de América, y el posterior —inusitado— inicio de su mandato, permiten advertir, no sin cierta desgana, no sin cierto meridiano enmudecimiento, que el pensamiento de Zambrano acierta: lo increíble se repite. En ese contexto no nos resistimos a copiar, como colofón, lo que sigue: «Para comprender la historia en su totalidad, en su íntimo funcionamiento, hay que admitir lo increíble, hay que constatar lo absurdo y al menos registrarlo. Una de las debilidades del hombre europeo de finales y de principios de siglo (aunque parezca mentira, Zambrano se refiere aquí al XIX y al XX y no al XX y al XXI) ha sido el no creer en el absurdo, en el horror, en el crimen gratuito, […] el no haber sospechado que podían suceder de nuevo bajo otra máscara, y por otros motivos, pues de ciertos horrores lo importante es que ocurran. Que el hombre, y el hombre civilizado, haya sido capaz de cometerlos; los motivos… se inventan.»
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