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Pan y aceite

Cola en un supermercado.
21 de marzo de 2025 22:32 h

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Claro, que si hubiera ido a la panadería para desayunar como Dios manda, nos ahorraríamos todo esto. Pero hay una cola muy larga hasta la caja y yo soy de los últimos, a merced de la buena voluntad de los demás, a expensas de que la señora que tengo delante vea que solo llevo un mollete y una botella de aceite; a la espera de que se apiade de mi alma y de mi tiempo y así hasta subir escalafones en esa cola infernal; pero eso no va a ocurrir. Lo que va a hacer va a ser cotorrear con la que tiene delante, a su vez, que también lleva un carro con el que yo comería durante meses; la tipa lleva incluso cereales, y casi que me vengo a preguntar si tiene nietos o cómo hará para masticarlos. La cosa se toma su tiempo para avanzar como unos intestinos faltos de fibra, y aparece una segunda cajera haciendo el amago de salvarnos la mañana, pero no abre la caja. Unas tostadas tienen la culpa. 

Pasa cuando tienes prisa que todo se ralentiza o, por la razón que sea, que el universo conspira para que todo funcione al ritmo más exasperante posible; pasa que las leyes de Murphy vuelven geológicos los tiempos a través de un reloj de arena. Por eso, cuando sí que aparece una tercera persona para abrir esa segunda cola, las dos se separan para encabezar sendas filas con una compra infinita. In-fi-ni-ta. Llevan tanta compra que las acompaña un notario, el director de su caja de ahorros, un inspector de Hacienda y cinco mozos de una empresa de transportes a cada una. En serio: llevan tanta compra que, en términos marxistas, ahí hay comida que me pertenece; llevan tanta comida que en según qué sitios las podrían encarcelar; bienaventurados sus nietos, porque suya será la diabetes; qué sé yo.

Pero estas cosas pasan, así que saco los airpods del bolsillo y me pongo un podcast, no vaya a quedar un instante del día sin aprovechar, y sujeto la compra con un brazo y meto el otro en el abrigo, y espero y espero y espero como si no tuviese otra cosa que hacer, mientras ellas sacan su monedero, porque por supuesto van a pagar los seis mil novecientos cuarenta y seis euros de compra con monedas de cinco a cincuenta céntimos, van a equivocarse dos veces dando su DNI para el carné de puntos y van a estar otro ratito de plantón frente a la caja revisando el ticket para comprobar que, efectivamente, son seis los pack de seis de yogurt natural que han comprado.

A alguien le pareció buena idea atiborrar de anfetas a los niños para tratar el déficit de atención y como consecuencia ahora soy un adulto impaciente, inestable y con déficit de atención, y qué ganas de llegar a casa y despotricar contra ellas en el periódico; qué ganas de sentarme en el bar esta tarde y ponerlas a parir o decir algo socarrón en Twitter. Hasta que caigo en ello. Yo tengo el bar, tengo el periódico y tengo Twitter; hasta tengo la energía necesaria y el tiempo libre –por desgracia para todos– para vociferar sobre un cajón en la plaza de Santo Domingo lo lentas que son esas señoras. Ellas llegarán a casa, pelarán unas judías verdes frente a la Ruleta de la Suerte y las pondrán al fuego, pasarán la tarde solas en su comedor diminuto viendo alguna novela de la Angela Lansbury hasta que lleguen sus nietos y vuelta a empezar contando monedas frente a la cajera al día siguiente; no lo sé, solo especulo, pero quizá nunca hayan tenido muchas oportunidades para ser molestas a los ojos de alguien.

Y cómo vas a negarle a una abuela su derecho a ocupar todo el espacio que quiera. De repente siento que soy yo el que hace perder el tiempo a los demás, o que todavía no tengo edad para excusar mi torpeza. Cómo criticar a esas señoras, si habitamos en los ecosistemas que nos lo permiten. Así que para qué ir corriendo hacia el futuro, si al final está la muerte, y a cada tanto hay un fin de mes que sortear. Qué va. Al final dejo el mollete y el aceite en cualquier estante y me marcho con las manos vacías. Total, siempre he sido más de perder el tiempo que de desayunar como Dios manda. 

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