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València, una depresión mal curada

Paiporta, hace dos semanas
28 de enero de 2025 22:05 h

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Hace tres meses que unas lluvias torrenciales caídas con fatalidad en el peor punto posible dieron la vuelta al mundo y a la vida de los valencianos. Pese a las alertas y los anuncios, pese a los esfuerzos de algunos meteorólogos que clamaban los peligros en el desierto, no hubo prevención y luego no hubo gestión ni asistencia. Nada. Más que el eco de una comilona en la que nunca debió estar el líder de aquella ópera trágica.

La falta de acción pública, sumada al sesgo de normalidad que opera en el ser humano –que es la tendencia a pensar que todo funcionará como siempre– se combinaron especialmente en l'Horta Sud, la parte de la inundación que no tenía cultura del agua pero sí una población abigarrada en miles de viviendas al calor del ladrillazo y de precios más económicos.

Tres meses después hay todavía tres desaparecidos –que desde este martes oficialmente se pueden dar por muertos, según el protocolo– y 224 víctimas del agua, muchas de las cuales podrían haberse salvado con el simple gesto de subir un piso o dejar desatendido el coche en el garaje. Simplemente, hacía falta alguien a los mandos y un aviso. La diferencia entre la vida y la muerte puede ser una maceta caída por viento, cambiar de ruta al volante ese día o que te llegue al móvil un SMS.

La mayoría de personas siguen esperando vivienda alternativa, que les quiten los coches-cadáver de delante de los ojos o ayudas económicas mientras asiste al combate de culpas que se estrenó oficialmente a los cuatro días del tsunami. Del “gracias, presidente” en la primera visita de Sánchez al Cecopi a la batalla campal diaria sobre si es más culpable el que avisa o el que no hace. Como hubo aviso, mejorable o no, el culpable es el que no hace. Sobre todo, si no está.

Carlos Mazón, que se conjuró para resistir y pasar el escarnio como quien pasa una varicela, ha tenido cierto éxito en su propósito, aunque haya aún una sombra de qué pasó en su sobremesa y hasta cuándo duró. Asoma la cabeza como el soldado tocado, pero no hundido, mientras Feijóo le deja deambular zombie pero a los mandos. Se da por hecho que no dimite y quizás agote la legislatura. Quién sabe si será de nuevo candidato a fuerza de alargar el congreso o esperar a que la Dana se ponga en blanco y negro. Al final todo se apaga y el tiempo, incluso para las causas más justas, acaba poniendo sordina, un velo borroso de lo que interesa pero no lo suficiente para que interfiera en tu vida, duela o moleste.

València está mejor que hace tres meses, pero no está bien. Tiene una depresión mal curada sumada a los estropicios materiales y una antipatía política. Este sábado, los ciudadanos volverán a recordarle a Mazón –quién sabe si tan masivamente como hasta ahora– que lo hizo mal y que debe marcharse. Mazón pasará ese teléfono loco al Gobierno y recordará que todo fue culpa de sus organismos o de Gaza. Con la comisión de investigación recién inaugurada tendrán el auditorio perfecto para dar la imagen de que todo y todos son un desastre y así llevar ofrendas gratis a Vox y la antipolítica.

Han pasado tres meses y se han hecho también cosas bien. Como informes científicos que han ayudado a saber y gestionar, un vicepresidente que habla claro y que al menos no politiquea, inventos para solidificar el lodo, se han aprobado desde el Estado facturas millonarias y excepciones de todo tipo para los afectados, ha habido una solidaridad de una sociedad ética y comprometida que ha sabido escuchar el lamento de sus vecinos. Ha habido abuelos que han muerto para salvar a sus nietos (como el caso de uno de los desaparecidos), jóvenes que han ayudado a ancianos a no morir ahogados. Gente que ha reabierto su negocio. Incluso algunos, los menos, han rehecho su vida.

Pero todavía late dolida una cicatriz, de lo que no se hizo, de lo que no se hace, de los militares que no llegaron, del acto de resarcimiento que no ha habido, de arrastrar la caridad en vez de la justicia, del president que no estaba o del velo de polvo que sigue en las calles y rememora los gritos en la noche del 29O. También late la certeza de que si València fuera Madrid esto habría sido de otro modo. O, lo que es lo mismo, que no tener una voz y un liderazgo, una sociedad civil poderosa o una importancia, ahoga las reivindicaciones y deja solos a los ciudadanos que hoy, de manera heroica se han instalado en el estoicismo o, en su versión local y popular, en un amargo “meninfotismo”.

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