¿Resignificación, dicen? Palabra ridícula para esconder una vergüenza mayúscula, descomunal. Ha elegido el Gobierno la peor de las soluciones posibles para el Valle de los Caídos o, si eso les hace más felices, Cuelgamuros. No hay manera de entender por qué el Gobierno de Pedro Sánchez se ha sometido, de rodillas, a los dictados de la Iglesia. La decisión que se nos ha comunicado a los españoles, pactada en los oscuros secretos del Vaticano con cardenales y obispos, las tinieblas como norma, sin el menor aviso y sin la menor consulta con nadie, ni partidos, ni entes sociales, ni organizaciones no gubernamentales, con nadie, repetimos, es una ignominia.
Nada tiene el Ojo en contra de que aquel mamotreto insufrible, ideológica y estéticamente pase a manos de la Iglesia. Todo para ellos. La cruz, los altares, las sacristías, las gigantescas estatuas piadosas, los confesionarios, los ricos ropajes, los cirios, los cálices y los copones. Pero, uno, que se lo paguen ellos, que les sobra dinero de sus muchos oros y sus muchas posesiones, incluidas sus torvas inmatriculaciones, y, dos, que no mezclen sus rezos y sus admoniciones con la memoria de los cuerpos allí enterrados, la solución que nos vende el Gobierno, una absoluta aberración. ¿Qué hay que compartir con la Iglesia? ¿Por qué? ¿Cómo es posible que vayamos a consentir que esos restos de anarquistas, de comunistas, que dieron su vida por la libertad y en contra del fanatismo, entre otros, de los jerarcas de esta misma Iglesia, vayan a permanecer bajo la sombra monstruosa de esa cruz opresora?
Lo primero debería haber sido acabar con esa impropia e insultante promiscuidad de signos religiosos, obligada hasta ahora, con esos huesos humanos que nada querían saber de ellos. Podía haber optado el Gobierno por sacar los restos y llevárselos a un lugar digno para hacer un Memorial como es debido. Por un lado, las jaculatorias y las pías plegarias y por otro el respeto a la historia. ¿Qué tal Teruel, que ya sabemos que existe, dado que muchos de esos cuerpos maltratados proceden de fosas comunes de aquellos pagos aragoneses alimentadas con los fusilados por los falangistas y demás ralea franquista? La basílica, repetimos, para ellos, los monjes, los curas y sus obispos y cardenales. Hay enterrados en el Valle ahora mismo, para que ustedes sepan de qué estamos hablando, más de 33.000 fallecidos en la Guerra Civil. Pero cuidado, no se confundan: unos 22.000 proceden del bando nacional y entre 10.000 y 11.000, de la zona republicana. Pero conozcan todos los súbditos de este reino que los procedentes de la zona de los vencedores están perfectamente identificados con su ficha pertinente. ¿Los republicanos, los rojos? Esos daban igual, que se sacaron de tapadillo con excavadoras y allí están ahora sus huesos mezclados, que no merecieron ni tan siquiera la misericordia de recibir una sepultura digna. Las que les negaron, entre otros, los representantes de la Iglesia que en aquellos años cuarenta, cincuenta y hasta sesenta del siglo pasado llevaban bajo palio a su admirado dictador Francisco Franco, “Caudillo de España por la gracia de Dios”, rezaban sus cardenales, el diablo le tenga bien abrasado en el infierno.
O se podía haber elegido la vía que ya nos señaló Santos Juliá en su momento: “El Valle de los Caídos solo podrá ser hermoso cuando sea un lugar en ruinas”. También, como propuso el premio Pulitzer John Lee Anderson en 2017, y no ha sido el único, optar por una solución majestuosa: “Hoy, cuando se cumplen 80 años del ‘levantamiento’ que lideró Franco en el verano de 1936, que provocó la Guerra Civil y terminó con las vidas de por lo menos medio millón de españoles y el exilio de otros tantos –además de alentar a Hitler en su invasión de Checoslovaquia y a emprender la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto– sería conveniente reconciliarse con la historia, y, en un acto solemne, con la aprobación del Parlamento, volar con poderosos explosivos ese monumento a la brutalidad que se llama Valle de los Caídos. Allí, entre los escombros de ese lugar tenebroso, España finalmente podría tener su monumento nacional: un sitio en donde no sólo los verdugos serían recordados, sino también sus víctimas”.
Insistimos: ¿por qué regalar privilegios a esa Iglesia cómplice de las matanzas franquistas, bendecidas por sus prelados tan amigos de los fascistas? Son pura historia los discursos y homilías del arzobispo de Toledo y primado de toda España, Isidro Gomá, en los que se calificaba la Guerra Civil de “choque de la civilización con la barbarie, del infierno contra Cristo”, o aún más gráficamente que la guerra civil “era un conflicto entre España y la anti-España, la religión y el ateísmo, la civilización cristiana y la barbarie”. ¿Hace falta que llenemos este modesto articulillo con las barbaridades de obispos y cardenales brazo en alto rindiendo honores a los golpistas, miles y miles de ejecutados vilmente, durante y después de la guerra, los mismos que bautizaron grotescamente a aquella guerra incivil de Cruzada? Quizá sea suficiente con recordar lo que contaba el socialista Juan Simeón Vidarte, vicesecretario general del PSOE entre 1932 y 1939, y secretario del Congreso de los Diputados durante la primera legislatura de la Segunda República (1931-1933), muerto en el exilio mexicano en 1976: “Se llegó a modificar el catecismo del padre Ripalda, agregando al quinto mandamiento (no matarás) las siguientes palabras: a no ser que sean rojos, o enemigos del glorioso movimiento”. Y así hasta cansarnos.
Muchos de los enterrados en estas fosas, como cualquier aficionado a la historia conoce, fueron fusilados por denuncias de los curas del pueblo, como ocurre con Ramiro y Manuel Lapeña, dos hermanos fusilados en Zaragoza a los 39 y 44 años al principio de la guerra, una historia que contó en este mismo diario Raquel Ejerique. “Estaban acusados de anarquistas; uno era herrero y el otro veterinario, y fueron delatados por el cura de su pueblo, Villarroya de la Sierra. Manuel fue asesinado en el barranco de la Bartolina y Ramiro, en la tapia del cementerio de Calatayud”. Ellos y otros miles, ¿han de soportar el oprobio de que sea la Iglesia, precisamente esa Iglesia que los despreció y maltrató quien se encargue ahora de velar esos cuerpos, ahí al lado, sotanas junto a fémures rotos a machetazos? Los herederos de aquellos que señalaban a sus vecinos, fusilad a ese maestro, ejecutad a esa costurera, ¿pintan algo en esta historia de sufrimiento insoportable?
Dicen que la broma de juntar churras con merinas nos va a costar la broma de 30 millones de euros. Así, de arranque, que ya sabemos en qué acaban los presupuestos tras el “yaque”. ¿Cuántos de esos papeles, por cierto, va a poner la Iglesia por adueñarse del engendro, que incluso va a tener a un distinguido experto en Liturgia del Arzobispado de Madrid en el jurado que va a decidir al ganador de un pomposo concurso internacional de ideas? ¡Un perito en Liturgia nos cuelan, y qué carajo ilustrará este señor para decidir sobre nada! Habrá, anuncia el Gobierno, un Centro de Interpretación y no sé cuántas cosas más, entre ellas un museo. Todo muy lindo, muy apañado, muy de cómo nos reconciliamos, miren ustedes cómo somos de bondadosos. Señalan, como cebo, el monumento al Holocausto en Berlín. ¿Pero dónde está en la ciudad alemana la infamante presencia de la Iglesia? No hagamos trampas. Allí, en Cuelgamuros a continuación de esas loables actuaciones, antes, después o en medio, van a estar la basílica, los monjes y sus rezos, todos los símbolos de una religión que nada tiene que ver con un Estado laico, que es lo que deberíamos ser, no sólo aconfesional, no, laico, una presencia indeseada y ponzoñosa que viene a significar un insulto, tal cual, a quienes nada quieren con aquellos que tanto contribuyeron a la infamia del franquismo. Y por encima de todo el pastiche que se pretende armar, visible desde kilómetros, la monstruosa cruz de hormigón y cemento de más de 200.000 toneladas de peso, con 150 metros de altura, más otros tantos metros del risco de la Nava que se utiliza como pedestal y 46 metros de longitud en sus brazos, que no puede representar, como es obvio y evidente, ni el menor atisbo de reconciliación con los masacrados. ¿A quién, excepto a sus fieles, representa esa mole antiestética y vulneradora del bello paisaje serrano? Sólo representa a las mismas gentes que durante décadas han intentado boicotear todos los intentos de acabar con aquel templo al fascismo a pesar de que los españoles ya se habían dado, hacía muchísimos años, un régimen democrático. Todavía hoy ha habido que arrancar de su asiento, a manotazos, al abad falangista, Santiago Cantera, que se había hecho fuerte en la basílica con el beneplácito melifluo de sus superiores confesionales y acorazado con todas las organizaciones franquistas que a ustedes se les ocurran.
Lo dicho, un horror. Un bochorno.
Pero mientras lloramos por este despropósito, hagan el favor de no olvidarse nunca de esta triada: Mazón (con Vox), el novio de Ayuso y Gaza. Siempre con el mazo dando: bum, bum, bum.
Adenda. ¿De qué extrañas catacumbas intelectuales ha sacado el mundo civilizado a esta papamoscas de Hadja Lahbib, denominada ampulosamente comisaria europea de Gestión de Crisis, que pretende que reunamos en una bolsita unas cerillitas, una linternilla, una navaja suiza y otras mamarrachadas similares? ¿Cómo habrán permitido los chocholos de la Comisión Europea, comenzando por su presidenta Úrsula Von der Leyen, semejante patochada? Vergüenza ajena ante tanta estupidez, cuánta estulticia cabe en organismos tan serios y, ay, tan costosos.
¿Está el enemigo? Que se ponga. Mucho más serio que esta asnada del maldito kit. Un poco de sensatez, que nos estamos jugando el futuro para que unos majaderos vengan a demostrarnos, sin filtro alguno, su apabullante estolidez.
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